665. Cabezas de poronga

4 de octubre de 2025 | Septiembre 2025

Guido siempre había sido muy amiguero. Tenía su grupo con el que hacían casi todo juntos: las salidas, los partidos de fútbol o rugby, el club náutico. Incluso con algunos iba a la cancha a ver a River y con otros había estudiado en la universidad privada. Ese grupo se había formado en el colegio y después había tenido incorporaciones y deserciones.

La casa de Guido era el lugar elegido por ellos para las previas, jodas y hasta como telo. Es que sus padres, de tanta plata y desinterés por sus hijos que tenían, solían irse y dejarlos solos a cargo de la casa.

Una noche de póker en la que no habían decidido salir porque un amigo tenía la mandíbula rota después de una pelea de boliche, Guido perdió todo su dinero.

Decidió, entonces, apostar cosas de la casa. Empezó con un pequeño Buda de metal bañado en oro. Ese fue el principio del saqueo de la casa de Guido. Hasta que llegó un punto en que sus amigos ni siquiera iban con plata plata para apostar: directamente agarraban adornos, utensilios, accesorios y alhajas.

Cada lunes, Guido reemplazaba algunas cosas por baratijas que compraba internet, cosa de evitar que sus padres notaran la falta. Hasta que lo notaron y se lo hicieron saber:

—Bueno, cabezas de poronga —Giudo volvió del cuarto de sus padres riéndose—. Se terminó. Mis viejos dicen que se vayan, pero yo me voy con ustedes que si me quedo me cagan a pedos.

—Ah, alto loro resultó este gato —dijo uno rubio de piel bronceada.

—¿Qué querés que haga? —Guido se encogió de hombros—. Yo soy el primero que quiere, pero bueno… Se cortó. No me hagan hacerme el enojado, trolos de mierda.

—Lo dice el único que se comió un trava en el viaje de egresados —se burló otro, que estaba tomando y fumando a un costado de la mesa.

—No era un trava, boludo —contestó Guido—. Ya les dije que estaba operada.

—¿Cómo se llamaba? ¿Anamá? —se burló uno inflado de anabólicos y gimnasio.

—Samara —contestó Guido—. Fue hace mil, igual, boludo. Arranquemos que se va a poner densa mi vieja, y después me la fumo yo —rogó Guido y, como no había respuesta, ofertó:— Vamos a bailar y después invito unas chicas yo.

—Bueno, está bien. Que si no la Fernanda se va a poner brava —dijo otro y devolvió las alhajas de la familia de Guido que él tenía para el poker.

Empezaron, de a uno, a devolver de todo: desde una camiseta autografiada por Enzo Fernández hasta una caja de cristal, pasando por la alianza del padre de Guido, relojes, esculturas, un cuadro y botellas de licor y whisky.

—Vos tenías también un collar de oro y piedras —acusó Guido a uno de sus amigos.

—¿Yo? —se señaló el pecho—. No… —contestó, y cuando Guido se acercaba a él para sacárselo, cedió—. Bueno, tomá —dijo y lo revoleó en la mesa.

—Chicos, igual, este siempre va a ser nuestro santuario, eh. Acá mis viejos reponen todo en un par de meses y volvemos, eh. No les quepa duda.

—Vamos, dale que ya se me está poniendo gomosa con lo que dijo el nabo que paga las tapus hoy y si no me lo voy a culear yo —dijo y le apoyó la verga en el culo a Guido.

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