663. Cátedra internacional

2 de octubre de 2025 | Septiembre 2025

Augusto era, por lejos, el peor alumno de la carrera de química de la historia de la facultad privada en la que se había anotado porque no reprobaban a estudiantes con la cuota al día. No le interesaba aprender. Su padre, ingeniero, le había exigido que estudiara algo y él, desganado, había elegido química porque, a veces, su padre le explicaba cosas interesantes que olvidaba a los pocos minutos.

Lo que Augusto en realidad disfrutaba desde hacía unos cuantos años era jugar online y pasarse ahí la vida. Conocía gente, desde su personaje, a otros personajes que se permitían ser más osados que en la vida real.

De esa manera, la familia se conservaba feliz: él se la pasaba jugando y después iba a clases. No estudiaba jamás y avanzaba en la carrera como un campeón. Lo único difícil era esquivar las pregutas de su padre.

Cuando llegó a la facultad esa tarde ni siquiera se acordaba de que le tocaba explicar una composición en el laboratorio. Es que por ser de apellido Abud, el orden de lista siempre le había dado prioridad.

La profesora lo invitó a pasar al frente y enseñar a preparar el compuesto que debía explicar esa clase. Al mismo tiempo, el resto de los estudiantes haría lo mismo que él, cada uno en su isla del laboratorio.

Augusto revolvió conocimientos en su cabeza y se acordó de los fertilizantes que su padre le había contado que se producían a base de nitrato de amonio. Le dijo a la profesora que ese sería su proyecto, justo en el momento que ella salía a atender el teléfono porque su padre estaba internado.

—Bueno, quedé a cargo yo, chicos —dijo Augusto y provocó risas.

—¡Hora libre! —gritó uno.

—No, pará. Hacemos esto, que en serio lo sé —Augusto se había emocionado. Por fin se acordaba de una enseñanza de su padre y podía, después de años, llevarle una anécdota de la que estaría orgulloso—. A ver esto…

Se acercó a la tabla periódica gigante para recordar cuál era el otro compuesto que necesitaba. Dudó y, un poco al azar, eligió el potasio.

Ordenó a la clase que buscaran nitrato de amonio y potasio, y que encendieran cada uno su mechero. Todos colocaron encima del fuego su vaso de precipitado y, entonces, Augusto ordenó colocar el nitrato de amonio.

—¿Estás seguro? —preguntó la alumna más estudiosa.

—Sí, sí. Callate un poquito y dejame a mí —contestó Augusto, sin mirarla—. Denle mecha al nitrato, vamos.

Pasó un minuto, el nitrato se empezó a derretir.

—Ahora metemos el potasio —ordenó Augusto y los demás lo obedecieron.

Fueron segundos. El nitrato se empezó a descomponer, liberó agua, y el potasio explotó, provocando la misma reacción en el nitrato.

Del laboratorio no quedó nada, como tampoco de los chicos y buena parte de la universidad. La que sí se salvó, como si fuera un mensaje del destino, fue la profesora que, gracias al llamado, había partido hacia el hospital para despedirse de su padre.

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