660. ¿Y dónde estoy parado ahora?

30 de septiembre de 2025 | Septiembre 2025

Desde que el abuelo empezó a perderse entre nuestra realidad y la que le mostraba el alzheimer, que cada día se ponía más fuerte y violenta, mi hermana y yo entendimos que aunque el cuerpo todavía tenía para seguir unos años, José, el que había sido nuestro abuelo, se iba a borronear de a poco hasta extinguirse dentro de su cabeza.

Verónica, mi madre, nos dijo en mi cumpleaños de dieciocho que mi abuelo pronto se transformaría en algo parecido a una cosa, así que lo único que podíamos hacer era aprovecharlo mientras lo teníamos.Soplé las velitas  triste. Odiando todo, pero más que nada a Verónica.

Con Lucía nos negamos a aceptar que así fuera, y decidimos que, de alguna u otra forma, la solución que teníamos era estar con él y mantenerlo activo.

Empezamos a probar distintas actividades, desde jugar un truco o un ajedrez hasta ir al hipódromo a apostarle a algún caballo unos pocos pesos, casi simbólicos: no sabíamos nada de eso.

Al principio, lo veíamos perfecto al abuelo. Me acuerdo de hablar con Lucía del alivio que nos daba que Verónica hubiera dicho cualquier cosa, desde su resentimiento de viuda, o algo así imaginamos.

A los dos, tres meses, diría, tuvimos nuestro primer revés. El abuelo empezó a contar anécdotas que no eran suyas. Y cuando le contestábamos con la verdad, no le gustaba para nada.

Al poco tiempo, esas nubes en la memoria, donde lo real desaparecía para inventar una mentira, se combinaron con cambios de humor y ánimo bastante bruscos y feos. Sobre todo para Lucía, que tuvo un mal episodio.

Fue ella la que tuvo la idea de llevarlo al cine, para probar cómo le pegaba. A él le gustaba ir de joven, cuando el cine era casi un evento social. La primera vez le encantó. Vimos una comedia. Hacía mucho no lo veía reír tanto. Entendió todo.

La siguiente, no. Al revés. Fuimos a ver una de ciencia ficción, de una invasión extraterrestre en la que una familia lograba unir a refugiados para generar una resistencia.

Yo lo miraba de reojo durante la película. Lo noté tan atento que no lo vi parpadear. Pero, ni bien salimos, nos agarró a Lucía y a mí y nos arrastró tirándonos de los brazos unos buenos metros.

Cuando logramos frenarlo, explicó que él quería llevarnos a su búmker —ficticio—, donde estaríamos a salvo. Era lo mismo que hacían algunos personajes en la película que terminaban muriendo, porque el mensaje era que la unidad hacía la fuerza para vencer.

Costó explicarle que era una película, que no estaba por pasar nada de eso, y que se quedara tranquilo, que podía confiar en nosotros.

Su respuesta fue, un poco relajado, un poco perdido, casi como si le estuviera explicando a dos desconocidos, que ahora los guionistas eran tan buenos que uno no podía diferenciar la realidad del relato.

Casi como un gatillo apretado, hizo aparecer a Verónica en mi cabeza y me di cuenta que tenía razón: mi abuelo se transformaba en una cosa. Una que no podía diferenciar una película de la realidad.

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