Augusto quería helado. Desde el viernes a la tarde había empezado a pedirlo y para el sábado a la mañana ya era insoportable de tanto que insistía. Martín y Carla, sus padres, lo ignoraban mientras se dedicaban a otras tareas de la quinta en la que vivían. Martín arreglaba la bordeadora de pasto, y Carla juntaba los huevos del gallinero.
Martín estaba sentado en el piso de la galería de la casa, con los pies ya en el pasto y la bordeadora entre las piernas cuando Facundo, de trece años, la pateó, y casi lastima a su padre.
—¡Nene! ¿Tas loco? —lo retó Martín señalándose la sien.
—Quiero helado —exigió serio Augusto.
—No te lo merecés, hijo. Desde que vinimos a vivir acá hacés todo… No te lo ganás, digamos —lamentó Martín con los labios apretados en su boca—. Te voy a enseñar lo que vale el esfuerzo. Mirá. Ahora, cuando venga tu madre, agarrá los huevos y andá a vender a la plaza del pueblo. Cuando termines, sacá de esa plata y comprá un kilo de helado. De los sabores de siempre. Chocolate, dulce de leche y vainilla.
—Es un trato —celebró Augusto.
Una hora más tarde, se había sentado en la plaza del pueblo debajo de un árbol que le daba sombra. Hacía calor y él no había llevado plata para comprar agua. Tenía sed y unos cientos de huevos para vender que había llevado en el carrito de la bicicleta.
Pasó dos horas y media ahí. A la hora, la sombra bajo la que vendía lo había abandonado. Él se imaginó que le faltaba poco para terminar, y que era demasiada tarea volver a cargar todos los huevos en el carrito como para moverse.
Un poco gracias a turismo, otro tanto a pena ajena y un poco de suerte logró vender todo, salvo una docena que regaló a una señora porque le había parecido linda su hija.
Llegó a la heladería, pidió el kilo de helado, guardó el resto de la plata y volvió pedaleando el camino de tierra hasta su casa, donde su padre y su madre terminaban de almorzar un asado con amigos y amigas que habían venido de visita.
—Le estoy enseñando lo que vale el esfuerzo —se felicitó su padre ante los invitados, mientras liquidaba otra botella de vino—. Mirá, Agu, te guardé molleja, como a vos te gusta.
—¿Hay molleja? —se alegró Augusto.
—Sí, pero primero andá a bañarte rápido y después comés.
Augusto sonrió por lo que se le venía: molleja y helado. El paraíso sobre la tierra se hacía real una tarde calurosa de sábado.
Cuando salió de la ducha y fue hasta la mesa, vio que el pote de helado yacía muerto, vacío, sobre la mesa.
—¿Y el helado? —preguntó Augusto sorprendido y decepcionado.
—Nos lo comimos, Agu —contestó Martín, como si fuera algo evidente.
—Pero yo pedí el helado.
—Bueno, hijo, tenés molleja… No rompas las pelotas, nene. Andá, comé allá en la cocina —le dijo Martín mientras le pasaba el plato y lo orientaba con su mano libre hacia la cocina.
