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22 de septiembre de 2025 | Septiembre 2025

No entendí por qué papá se había suicidado hasta el otro día, cuando entré en el banco. Me tocó a mí encontrarlo cuando llegué de la escuelita de fútbol, con un tiro en la cabeza y un charco de sangre a su alrededor. Eligió el baño para hacerlo, supongo que pensó que sería más fácil de limpiar, cosa de facilitarle a mamá la tarea de juntar partes de su cabeza. Yo ahí tenía once años.

Casi un año antes de ese momento, la fábrica donde él trabajaba había cerrado. Era más rentable comprar afuera que producir acá. Cientos de trabajadores quedaron despedidos sin que hubiera oferta de trabajo para ellos.

A partir de ahí, mi vieja empezó a trabajar limpiando casas ajenas. Casi dejó de hacerlo en la nuestra. Papá a veces salía, a veces se quedaba todo el día en la cama. Y otros días, miraba la tele, tomaba mate, nos sacaba a jugar a la plaza y hacía compras.

Durante esos largos meses el tema de la plata fue algo que se hablaba en la casa. Siempre como algo que no estaba, que hacía falta y que era un problema sin solución a la vista. Y muchas fantasías de que llegaba un trabajo maravilloso o un billete ganador de lotería.

Hasta que una tarde mi viejo llegó a casa con una sonrisa que me impactó; no tengo recuerdos anteriores de verlo así, salvo una foto en la que yo salí tirado en la cama con él.

Diego y yo mirabamos los dibujitos y mamá tejía o cosía algo mientras tomaba mate cuando papá tiró en la mesa un botinero con correa que usaba de bolso y adentro había fajos de billetes.

Esa noche salimos a comer. Después pasamos por la heladería. Mis viejos —sobre todo mi vieja— tenían una alegría que se les caía de la cara. Al otro día fuimos al Parque de la Costa.

Habrá pasado un año entre esa noche y la que mi viejo vino a cenar con un tipo, un tal Horacio, supuestamente amigo suyo, que como era contador podía ayudarnos a mejorar los gastos de la casa.

—Las vacaciones… me parece que se terminaron, ¿no? —preguntó el tal Horacio, parado al lado de la mesa donde ya estábamos los cuatro sentados. Mi viejo tenía una libreta de hojas cuadriculadas donde estaba anotada la lista de gastos que hacíamos en el año.

—Y, sí. Lo lamento, chicos, Es por un año —sonrió amargo papá. Diego y yo solo lo miramos. Mamá estaba seria; miraba y no hablaba.

—El cine, también, se terminó —dijo Horacio, señalando la libreta.

—¡El cine no! —se quejó Diego.

—Bueno, yo saco esto de prepaga y podemos mantener el cine —sugirió mi viejo a Horacio, casi pidiendo permiso. Horacio asintió.

—¡Vamos! —festejó Diego.

Después del suicido, nos mudamos. Mamá vendió el departamento y nos fuimos  a vivir a uno más chico y feo. Los primeros meses nos bancó mi tío y después mi vieja consiguió un buen laburo de empleada pública.

Yo pude estudiar en la universidad, como quería mi viejo, que si no se hubiera pegado un tiro estaría orgulloso de mí, y quizás me habría asesorado, desde la experiencia, que no tomara la deuda con el banco.

Ya debía casi un año de cuotas y me habían embargado el sueldo. No me quedó otra que ir a hablar y pedir un plan de pagos. Cuando tocó mi número, pasé por el despacho que indicaba la pantalla:

—¿Qué tal? Buen día. Horacio es mi nombre —me saludó con la mano y varios años de canas—. Tome asiento por favor.

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