Al ministro le gustaba que sus mañanas fueran tranquilas y, de ser posible, agradables. No atendía cuestiones importantes, ni siquiera de su ámbito personal. Se dedicaba a ver redes, a mirar desde la ventana lo que pasaba en la calle usando binoculares, a leer noticias sobre River, también de Boca y, la mayor parte del tiempo, a charlar con alguien que lo escuchara.
En el ministerio ya sabían cómo era el jefe. Entre sus más allegados se había armado un grupo de chat para resolver cómo manejar los placeres que ya le conocían: la adulación y tener un oído disponible siempre.
Resolvieron que lo mejor era incorporar como subsecretario algún joven abogado con interés por el mundo financiero que tuviera como tarea central prestarle atención hasta que el ministro lo echara de la oficina. Así llegó Franco.
Franco ya sabía que su trabajo principal era sentarse en la oficina del ministro a desayunar, pero también tenía las tareas que el propio cargo le asignaba.
De cara al armado del presupuesto, como para no perder su tiempo secuestrados en la oficina del ministro, sus funcionarios le habían armado una lista de consultas a Franco. Después de una hora de desayuno hablando de whiskys importados, Franco logró mencionar el presupuesto:
—Sí, bueno. Ahora, viste que está el tema del presupuesto, que está ahí con modificaciones de último momento y…
—No, boludo, qué paja el presupuesto —lo cortó el ministro tapándose la cara con la mano, tedioso.
—Sí, bueno, de eso te quería consultar, a ver si te parecía bien…
—Mirá —interrumpió nuevamente el ministro—. Yo ya les dije que recorten como quieran, que elijan los números que les parezca… Con racionalidad, ¿no? Parejo, digamos… Total, después el presidente ni lo mira eso. Olvidate. Un pajero es —se relajó el ministro en el asiento.
—No, claro, pero en el Congreso que… —empezó Franco y el ministro lo interrumpió con su exagerada mueca de duda—. Digo, son ellos los que aprueban.
—Sí, sí. No. Más vale —contestó apurado el ministro—. Son ellos los que definen, los… La casta. Sí, yo me acuerdo, en la facultad decían siempre: el presupuesto lo aprueba el Congreso —asintió el ministro—. Pero qué paja, ¿no? Todo eso, la rosca, los peronistas…
—Sí, te entiendo… Igual, también, vos que sabés de esto porque estuviste, a lo mejor me podés…
—No, igual. O sea, sí. Yo, presupuestos… Un montón. Pero, viste son cosas más políticas que económicas… A mí me gusta el mercado, ¿viste? Ver qué sube, qué baja, instrumentos financieros…
—Claro, la economía real —asintió Franco.
—Pasa que… La paja que me dan estas cosas de la política, ¿viste? Que te rompan las pelotas con que no hay producción de esto, de aquello…. Compitan, señores. Sean mejores —abrió los brazos y cabeceó el aire delante suyo.
—No, más vale —contestó Franco—. Pasa que, acá como que… No hay cultura.
—¡Y encima te putean! —se quejó el ministro con un brazo en el aire. Uno tiene familia. Mis hijos ven que me dicen de todo y… Yo podría estar en casa jugando a la timba tranquilo, viejo… Por eso, viste, todavía no son las doce. No hablemos de política y esas pavadas. ¿Viste el partido del Real Madrid? —sonrió.
—No, me… Me lo perdí —contestó Franco, resignado.
