A las diez y media de la noche solamente una luz quedaba encendida en el Ministerio de Economía. El ministro, en su despacho bañado de los sahumerios relajantes que su eposa le había dado, se encargaba de la nueva tarea que el presidente le había encomendado. Sus otras alternativas eran renunciar o esperar a que el mismo presidente lo echara; ambas le daban como resultado un nuevo fracaso y otra mancha en su historial.
El ministro miró su libreta. Tenía anotados en unas cincuenta páginas los nombres de sus amigos que habían comprado dólares, las fechas de las operaciones, los montos, y los números de teléfono donde podía encontrarlos.
Marcó en el teléfono de línea mientras tamborileaba los dedos de la mano nerviosa en el escritorio. Estaba cansado y hambriento, pero no quería irse sin tener, al menos, la mitad de la lista terminada.
—¿Toti? —habló una voz al otro lado del auricular.
—Carlitos, querido —saludó el ministro—. ¿Cómo andás, campeón?
—Bien, acá, cenando con la familia —contestó Carlos, marcando algo de distancia—. ¿Pasó algo?
—No, que… Te robo dos… Dos minutos nada más. Habrás visto todo el quilombo en el que nos metimos ahora, con todo el tema… —el ministro bailó en el aire la mano que no tenía el tubo.
—Sí, me imagino —contestó Carlos.
—Te la hago corta. El presidente me pidió que a los amigos que pudieron comprar dólar barato gracias a este gobierno y que yo les sugerí hacer la operación, ahora… Eh… Digamos, solo por estos meses… Nos presten de nuevo los dólares que compraron durante estos… —dejó la frase colgada.
—¿Presten? —Carlos se detuvo en esa palabra, ajena al mercado.
—Claro. Nosotros desde el Central necesitamos comprar lo que ustedes compraron antes, pero con eso, después, eh… Después de las elecciones armaríamos el esquema, digamos… Para devolverlo —sugirió el ministro, dubitativo.
—¿Te parece si lo hablamos mañana? —preguntó Carlos mienrtas hacía ruido con los cubiertos contra el plato.
—Eh… Rapidito resolvemos ahora, mejor —se apuró el ministro—. Como… Yo sé que vos compraste este año arriba de un millón de dólares, y…
—Para mí y para la empresa —acotó Carlos.
—La idea es que te los compremos ahora, al precio que vos los pagaste en su momento. Y, te digo la verdad, nos ayudás a salir de una…
Al otro lado del teléfono solamente se escucharon voces lejanas de la familia de Carlos y sus cubiertos.
—¿Carlitos? —invocó el ministro.
—¿Vos me estás jodiendo?
—Para nada. Mirá, nos conocemos bastante. Yo te puedo asegurar… Te puedo asegurar que el año que viene te hago duplicar ese monto. Necesito tiempo nada más.
—Totito, yo sé de tus buenas intenciones, pero ni loco te vendo los dólares que tengo. Los que no gasté, aclaro. A no ser que… No sé, me dupliques el precio de mercado actual, o un cincuenta por ciento más, una cosa así.
—Bueno, eh… Dejame ver qué puedo hacer. En estos días te llamo —cortó el ministro y marcó una nueva cruz, entre tantas, en la libreta.
