La idea no era que el tío Gabriel se quedara con el negocio fabuloso que él se imaginaba que era el hotel boutique que la familia tenía en Recoleta, sino enchufarle un buzón. Mi vieja decía que era una revancha del destino y que ella no tenía nada que ver, que era todo plan de mi tío Eduardo, pero yo la vi a ella dándole letra para terminar de armar la idea y dando la estocada final para cagarlo.
En el 2002, después de la crisis y apenas recibido de arquitecto, Gabriel se fue a vivir a España. No fue una hazaña puramente suya: recibió ayuda de parte de mi vieja y de mis abuelos, que en esa época, aunque siempre fueron de un sector acomodado, no la pasaban tan bien.
Gabriel no tenía ni un auto para vender. Toda la plata que llevó y la que le costó instalarse allá hasta acomodarse, fue del resto de la familia, que esperaba a cambio alguna ayuda dado el momento que se vivía acá.
La expectativa de mi familia no era algo que se les había ocurrido así nomás. Para que los demás le dieran sus ahorros, Gabriel prometió mandar ayuda una vez que estuviera asentado allá.
Pero pasaban los meses y lo único que llegaba eran postales y algunos correos electrónicos. Yo me acuerdo que vino una vez, no recuerdo si en Navidad o Año Nuevo y no está demás aclarar que los regalos que trajo eran una porquería.
De este lado del Atlántico, todos pensaban que le iba más o menos —tirando a mal— y que él no visitaba ni mandaba plata porque su plan había fracasado. Le sugirieron que volviera, pero él contestaba siempre que no.
La cuestión es que a la familia, después de que partiera y vender la mitad de la estancia, levantaron vuelo e hicieron buena plata.
Hasta que mi abuelo se puso viejo, ya no le daba para trabajar en el campo, y a sus dos hijos acá les importaba poco y nada la producción agrícola. Entonces decidieron comprar ese edificio para hacer el hotel.
Cuando mi abuela se murió, Gabriel volvió a la Argentina. Años después, le tocó el turno a mi abuelo, pero Gabriel no vino. Se escudó en las restricciones de la pandemia, aunque ya estaba más tranquila la cosa. Veíamos que él subía fotos en sus redes paseando en bares y pueblos cercanos a Madrid.
Fue ahí que conoció el hotel y mostró interés en participar. Mi vieja, a calzón quitado, le preguntó si tenía plata juntada como para invertir.
Gabriel contestó que era millonario en euros. El tiempo que no administraba sus bares se lo pasaba pintando cuadros que después vendía a precios carísimos a snobs del inframundo de la pintura que le inventaban explicaciones a un par de manchones de pintura.
Un poco con la sangre en el ojo, Eduardo y mi vieja le armaron un cuento para encajarle el hotel, que en el último tiempo no rendía y se había convertido más en un gasto que un ingreso.
Gabriel volvió a la Argentina para comprar el hotel. Yo estaba el día de la escritura, cuando, con la birome en la mano, a punto de firmar, quiso sacarse una duda:
—Corríjanme si me equivoco, pero está fea Buenos Aires, ¿verdad? Mucha gente en la calle. Los medios en España pintaban otro panorama para el país con el nuevo gobierno.
—Pero no, querido —se apuró mi vieja—. Eso es una muestra del Gobierno de la Ciudad, que está conmemorando los ciento y tantos años de Antonio Berni con una puesta en escena en vivo. Eso es la gente que ves. Actores
Tuve que contenerme para no reírme. Gabriel la miró un instante, y luego firmó.
