Anahí ya sabía que estaba por entrar Leandro. Le conocía las pisadas en la escalera y la puerta era tan fina que sus pasos durante medio piso se escuchaban desde la cocina. Se apuró a bajar al gato de la mesada, que espiaba curioso los cortes de la pechuga de pollo. Para cuando Leandro entró, ella tenía un repasador en la mano, cosa de limpiarse los pelos que se hubieran pegado en su mano.
Su hija Abigail, desde la silla de bebé, festejó la llegada de su padre del trabajo en el local de ropa. Anahí lo saludó con un beso.
—Qué olor a mierda que hay —se quejó Leandro.
—¿En serio? No me digas que se cagó de nuevo, no hay más pañales —contestó ella mientras se dirigía hacia Abigail. La levantó, le olió el culo y sacó la cabeza espantada—. Sí, está re cagada.
—¿Querés que la cambie?
—No, mejor, vos andá a comprar —resolvió Anahí—. No hay más pañales, Lean. Hacé la compra de la semana del super y yo mientras la limpio. Traé pañales, arroz, galles, lata de tomate, lata de lentejas, aceite. Y yo mañana voy a la verdulería.
—Bueno, dale. Dame plata.
—Yo no tengo un peso, Lean. Usá la tarjeta.
—¿Tarjeta? —se burló él haciendo montoncito—.No, nena, ahora con el interés que te cobran es una locura.
—¿Para un mes? ¿Hay interés de un mes al otro?
—Me parece que no, pero igual el mes que viene tenemos que tener la tarjeta baja porque tenemos que pagar el arreglo de la ducha —negó Leandro—. Tiene que ser tres cuotas, pero con lo que está la tasa…
—¿Qué? —preguntó Anahí.
—Altísima. Mirá. Le voy a preguntar a la inteligencia artificial y vas a ver que no conviene —marcó algunas veces su teléfono y levantó un dedo en el aire—. Dice que no conviene endeudarse hoy debido al interés que podrían aplicar las empresas con el contexto de tasas actual.
—Bueno, ¿y qué hacemos entonces? —Anahí levantó un hombro.
—Tenemos que conseguir plata. Pero endeudarnos no da. Es este mes, nada más. El que viene hacemos lo que quieras.
—¿Conseguir plata de dónde, boludo? Si vos ya cobraste el sueldo, y yo no voy a buscar laburo hasta que no crezca Abi como para estar cinco horas sin mí.
—¿Y tu vieja no tiene para unos pañales? —arriesgó, tímido, Leandro.
—Ah, yo sabía hijo de puta que querías que lo ponga mi vieja —contestó Anahí, enojada—. ¿Y sabés qué? A diferencia de tu vieja, ella me daría, pero no le voy a pedir, porque después se queda sin comer. Andá y poné la tarjeta, y el mes que viene volveremos a poner la tarjeta.
—Mi amor, yo acepto que no entiendas nada de economía —se agrandó Leandro—. Acá directamente lo dice la IA —esgrimió su teléfono en el aire—. Es una locura endeudarse con estas tasas. No podemos. Es estar el mes que viene sin alquiler.
—Bueno —se entregó ella, resignada—. ¿Qué hacemos, entonces?
—Aguantar. Hasta que mejore. Total tenemos ahí unas latas de arvejas y un paquete de harina. Con eso tiramos.
