De golpe, se hizo la luz. La medialuna observó a su alrededor algo que parecía un jardín enorme, bañado de sol. Intentaba reconocer algo, pero no podía: todo era nuevo para ella ahí. Caminó unos largos metros. Se sentía bien. De golpe, escuchó un ruido al costado, vio una rama que se agitaba y un grito que la llamaba:
—¡Mantecosa! ¡Vení, boluda! —la llamaba su prima, la medialuna de grasa, escondida.
—¿Qué hacés, grachu? ¿Cómo andás, flaquita? —se alegró la medialuna de encontrar una conocida—. Pensé que no te iba a ver más. ¿Dónde estamos? —le preguntó mientras pasaba al otro lado de la rama
—Yo también pensé que no te veía más. Esto es el paraíso, gorda. No deberías estar acá. Seguime. Te voy a llevar a nuestro escondite —le dijo la de grasa.
La llevó entre arbustos y pastos hasta que llegaron a una cueva de piedra. Ahí estaban todos.
—¡Medialuna! No te puedo creer, che, que alegría verte —festejó el churro.
—¡Ey, que yo soy medialuna acá, eh! —se quejó la de grasa—. Yo llegué primera.
—Siempre fue medialuna para nosotros —contestó la bola de fraile y se acercó a saludar a la recién llegada—. ¿Qué onda, amiga?
—¿Qué pasa acá, viejo? —se acercó el vigilante.
—Uh, ya cayó este a vigilantear —se quejó la de grasa—. Tomatelá, botón, haceme el favor. Este se murió primero —le explicó a la de manteca—. Y más vale, si es más feo —se burló.
—Mi nombre no me ayudó —se excusó el vigilante.
—Y el membrillo ese fiero que te ponés, boludo —agregó el churro.
—¡Miren quién está acá! —se acercó el cañoncito de dulce de leche.
—¡Viejito querido! —lo saludó la medialuna con un abrazo.
—¿Qué hacés vos acá? —lamentó el cañoncito, nostálgico, que peinaba canas azucaradas—. Yo pensé que vos ibas a ser la que iba a sobrevivir. Nuestra última esperanza.
—Ahora que entiendo que morí, te digo, la veía venir. Para mí, el problema empezó cuando ser cheto se puso de moda y el croissant entró a jugar en lugares que ni panadería se llaman —se afligió la medialuna.
—No sé. Pero ahora estás acá. Vení, acomodate. Esta es nuestra guarida.
—Está apretado como paquete de empelada nueva esto. ¿Por qué están acá? Afuera está lindo.
—¡Ni se te ocurra! —gritó la bola de fraile—. Este es el paraíso de los humanos. No el nuestro. Y si te cruzás un argentino te puede comer.
—Está bien, para eso estamos —contestó la medialuna.
—Acá no —contestó el cañoncito—. Acá no se puede morir en una boca como indica el destino y sentir el placer de ser masticados. Acá la gente nos mastica, nos come, nos caga, y no morimos.
—Si te comen, sos mierda viva, gorda —le dijo la de grasa—. Mirá, ahí afuera la tortita negra, más negra que nunca. No puede vivir con nosotros por el olor. Te mata —se excusó la medialuna de grasa.
