A Martín lo habían convocado desde la Quinta de Olvios con urgencia. A pesar de tener una agenda algo cargada —más aún por la campaña—, respondió al llamado de sus jefes políticos. Ni bien llegó lo hicieron pasar al jardín abierto, donde estaba el presidente y su hermana. Al costado, el aro de fuego encendido, cocinaba lento un cordero a la cruz.
Martín saludó con exagerado cariño. El presidente y su hermana lo miraron serios desde sus cómodos sillones de exterior e invitaron a Martín a tomar asiento frente a ellos.
—Viste todo lo que están diciendo —arrancó la Primera Hermana—. Pero más que eso, lo que me preocupa es lo que se está filtrando.
—Que se den a conocer conversaciones internas, digamos, es evidente que hay alguna rata infiltrada entre nosotros —acotó el presidente.
—Es exactamente lo que yo estaba pensando —contestó Martín, condescendiente y asintiendo tan fuerte que corría riesgo de dislocarse el cuello.
—¿Te acordás que vos dijiste que ponías las manos en el fuego? —preguntó la Primera Hermana.
—Sí. Me acuerdo —contestó Martín, orgulloso.
—A ver —dijo ella y, de un cabezazo, señaló al fuego.
Martín miró el aro de fuego, volvió la mirada y preguntó:
—¿A… a ver qué?
—Poné las manos, dale —aclaró el presidente—. O sea, vos dijiste eso.
—Dije que ponía las manos en el fuego por que ustedes no robaban —aclaró Martín.
—Bueno, al final, somos terribles chorros —contestó el presidente, enojado—. Y te toca meter las manos ahí.
—Solo así vamos a saber que podemos confiar en vos —acotó la hermana del presidente, sonriendo.
—Chicos, pero eso no es ser chorros. Son cosas… normales de la política —sonrió nervioso Martín.
—¿Sabés qué pasa? No sabemos quién nos anda grabando —contestó la hermana del presidente—. Y si no ponés las manos en el fuego no vamos a saber si podemos confiar del todo en vos. ¿Cómo sabemos que no sos el traidor?
—No, pero si yo me favorecí con lo… —empezó a contestar Martín.
—Mirá, no… O sea, la cosa es sencilla —interrumpió el presidente—. O metés las manos ahí o vamos a saber que sos vos y tenemos ahí atrás a los perros que hace tres días no comen, así que… Te conviene el fuego —cerró casi riendo.
Martín, entonces, aceptó su destino, se levantó rápido, se acercó al fuego y, casi sin darse tiempo a pensarlo, metió las manos hasta agarrar las brasas. Ahuyó de dolor mientras el presidente y su hermana sonreían extasiados.
—Muy bien. Muy bien —lo felicitó ella, que se acercó para ponerle una mano en la espalda en señal de ayuda—. Ahora andá adentro y que te pongan unas gasas, crema, no sé.
—Gracias —sonrió Martín.
—Sos muy buen empleado —agregó el presidente.
