63. ¿Dólares?

18 de febrero de 2024 | Febrero 2024

Después de la última clase de los jueves, algunos siempre se quedaban a compartir una birra en la esquina, sentados en el escalón de la librería, a esa hora ya cerrada, y más cómodo que el cordón de la vereda donde la bicisenda a veces generaba temores y colisiones sobre ellos.

Entraron al almacén de Marcelo, donde él siempre estaba parado detrás del mostrador y con la tele encendida, salvo excepciones. Por lo general, el noticiero lo acompañaba casi como si fuera la radio, de fondo, intermitente en su atención, pero presente. Ese día, cuando entraron, no advirtieron que Marcelo no saludó como solía hacerlo (era arisco pero el saludo no lo negaba, aunque jamás era el primero en saludar), porque estaba compenetrado con lo que anunciaba la pantalla.

—Qué viejo rompe bolas, es de los que se piensan que la materia de ellos es la única que existe —dijo el Rengo mientras se dirigían a las heladeras de las cervezas.

—No, pero se va al pasto, es como que tiene eso pero potenciado todavía más —acompañó el reproche el  Mudo—. Yo no sé si voy a dejar la materia, porque la verdad que se me hace un montón si va a ser así, porque estoy cu…

—Es piola, igual —interrumpió la Morocha—. Yo creo que en algún momento va a haber que decirle que somos muchos los que estamos cursándola con él porque no tenemos otra posibilidad, la elegimos por horario, no queremos ser expertos. ¿Esta te vas a agarrar? —le preguntó al Chino.

—Sí, ¿querés una?

—Yo sí —se metió el Mudo—. Si está bien fría nomás, porque si está bien helada es un golazo, pero el otro día me tomé una así caliente, sin heladera ni nada y era un asco, casi que escupí ni bien la pro…

—Dale, te paso una —contestó el Chino—. ¿Vos? —le preguntó a la Morocha.

—Mmm… no, me llevo esta —y agarró otra.

Se dirigieron al mostrador y a Marcelo le costó despegar los ojos del noticiero que anunciaba el derrumbe de la bolsa de Wall Street y una crisis de magnitudes inimaginables para todo Estados Unidos. No se sabía aún cuánto afectaría al mundo entero pero ya se sabía que grandes grupos económicos estaban desapoderándose de los dólares para pasar sus activos a euros, yuanes y libras. El dólar perdía su rol de divisa internacional y se depreciaba generando estragos. Un cartel en la pantalla mostraba cómo caía el precio del dólar minuto a minuto.

—Buenas… —saludó el Chino, pero como casi no había respuesta se repitió—. Buenas, ¿qué tal?

—¿Les cobro todo junto? —recién ahí Marcelo los miró.

—Separado —contestó el Rengo.

—¿Con qué van a pagar?

—Yo con milcoins —dijo el Rengo.

—No. milcoins no, todo mal con las milcoins. El pago entra re tarde y encima el dueño es un hijo de puta.

—Bueno… eh, a ver, reales.

—Veintiocho.

—Yo te pago con patacones —dijo la Morocha.

—Ciento quince.

—Dólares —afirmó el Mudo.

—Mhm… No sé si te los tomo —Marcelo levantó las cejas y después señaló la televisión—. Si ni los yanquis los quieren ya. A ver, yo lo paso, pero esta maquinita actualiza todo el tiempo. Probemos —dijo antes de pasar la lata por el lector—. Cuarenta y dos. A ver, pará, dame un minuto. Mientras le cobro a él —señaló al Chino.

—Yo te lo pago en quebrachos.

—¡Eh, conseguiste al final! —festejó el Rengo.

—Sí, los cambié por unos lecor que tenía, estos están buenos.

—Trescientos. A ver vos —se volvió al Mudo—. Pasame de nuevo esa lata. Ahora dice cincuenta y cuatro. El próximo minuto te la tengo que cobrar mil. Dale, llevátela y hace de cuenta que esto es una excepción.

Y los cinco se quedaron mirando la pantalla, donde el mundo dejaba de ser como hasta ese momento y la moneda que había regido, en la que la mayoría cobraba su salario, empezaba a diluirse como nieve en el agua.

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