Mirá que yo casi me crié arriba del caminón. Mi viejo era camionero de los de antes, que tenían el suyo propio. No como ahora, que somos todos empleados de andá a saber quién. Porque yo sé de alguna guita —verdes, rúcula, taca taca— que transporté como si fuera del jefe, pero que yo sabía que no era de él. No les daba para tener tanto. Y yo, un señor. Nunca le toqué un peso a esos hijos de puta.
Y hablo en plural porque yo habré cambiado de jefe, pero en definitiva son todos una continuación de la misma persona. Cargan un alma idéntica. Yo le hice favores a todos. Y ellos, a mí, ni uno. Su alma no permite dar ayuda.
Ojo que jamás me echaron, eh. Siempre me fui yo. Reconozco que, dos o tres veces fue porque ya sabía que me iban a rajar, pero las demás me fui yo porque no me querían pagar lo que correspondía.
Hasta que me tocó la de Figueroa, que es la gente para la que yo estaba trabajando ahora, hasta hace poco. Ellos iban a usar por primera vez esos bitrenes, para llevar unas bujías importadas a la automotriz de Zárate.
En Argentina hay de esos camiones, no es que no. No abunda, pero hay. Figueroa cuando los mostró dijo que ahora, con eso, ahorrábamos emisiones de carbono para llevar la misma carga y eso era bueno para el planeta.
Cuando me eligieron a mí para el primer viaje me di cuenta de que, en realidad, sobraba un camionero, nomás. Y si me elegían a mí, al que dejaban sin laburo era al Rulo que… Es verdad, es raro. Pero no es mal tipo.
—Contá conmigo —le dije a Figueroa—. Tengo muchas ganas de manejar eso.
—Bitren —me corrigió.
—Esa cosa. Esa cosa gigante. Esa cosa hermosa —contesté mirando el bitren.
—Decile bitren. Si no le decís así, le pido a otro —me obligó Figueroa. Un pelotudo.
—No, sí… Tal cual —le dije yo, pero no dije “bitren” porque me pareció raro que me insistiera. No entendí qué le jodía que yo no diga así.
Cuestión que me mandan con tremenda máquina a Zárate desde Capital. Al principio, todo tranquilo. Andaba joya. Un fierrazo. Le puse una foto carnet del Rulo en el tablero, para no olvidarme.
Paré en la Shell de Escobar, a mostrarla un poco, nomás. Después volví a arrancar, una hora más tarde, llegué a la fábrica. Me sacaban fotos con el camión porque nunca había ido uno así ahí. Me hice famoso, mirá.
Cuestión que, a la vuelta, ya sabía como era la cosa: el empalme de la 193 con la 9 es imposible con una máquina así, porque los cráteres no solo son enormes, sino que están estratégicamente colocados en el asfalto como para que un doble remolque no pase.
Y se trabó ahí, nomás. De una forma tan particular que es imposible de sacar, por el ángulo de los pozos, el peso del remolque, la imposibilidad de frenarlo si se desenganchaba. Un motón de cuestiones que son un quilombo de explicar.
Así que, con mi trabajo cumplido, agarré la foto de Rulo, le di un beso, llamé a Figueroa, le dije:
—Fijate de relanzar Vialidad Nacional porque va a ser más fácil construiur otro puente que sacar ese camión —corté antes de que me despidiera y me tomé un remis a casa.
El camión todavía está ahí, trabado. Dicen que la Municipalidad de Zárate quiere hacerlo museo y quieren hacer un documental conmigo.
