Atrás habían quedado esos años de dar malas noticias, de andar anunciando que la inflación era tanta o que la pobreza había crecido, se había ido de la casa de sus padres y ahora se reproducía a escalas conejiles que hacían que uno, ni bien salía de la casa, tuviera un par de pobres saltando por ahí, peludos de tanto no afeitarse. Por fin había llegado la alegría.
Fue durante la época de las anteojeras para humanos, que se habían puesto de moda en cuestión de meses desde que el presidente explicara, en cadena nacional, cómo usarlas para no ver a los miserables andando por la vida.
Fue tan grande la moda que hasta los pobres se las compraban como para no verse a sí mismos y a sus familias. El material era un plástico blando que permitía cerrar el ángulo de visión hasta ver apenas una tira vertical de cinco centímetros.
El riesgo de que esa pequeña abertura quedara ocupada por un pobre era alto en el transporte público y en las estaciones de tren.
Para facilitar el uso de las anteojeras, el gobierno había instalado maniquíes realistas con caras de famosos situados en puntos clave para que todos pudieran fijar su mirada en ellos.
Estaban atornillados a colectivos, trenes y andenes, cosa de evitar que fueran robados. Y los espacios se organizaban de acuerdo al grupo de maniquíes alrededor. Podían ser deportistas, actores y actrices, farándula, streamers, CEOs.
Una mañana, Yanina salió tarde para el trabajo. Era nueva y el dueño ya le había dicho que despedía al primer error. Le había costado mucho conseguir ese trabajo.
Caminó casi trotando hasta la estación del tren. Tenía que cruzar el andén por el puente. Intentó hacerlo a los saltos mientras se ponía las anteojeras y fracasó. Se tropezó con un escalón y se cayó.
Las anteojeras le amortiguaron un poco el golpe que le provocó heridas menores, pero no sobrevivieron al impacto. Se partieron y no había forma de usarlas.
Yanina tuvo que viajar viendo gente que se movía, no con el movimiento rígido de los maniquíes. Estos se movían más blandos y todos miraban a su personaje de la farándula favorito.
Ella intentó hacer lo mismo de siempre y mirar al maniquí del onductor de chimentos en el que solía perder su mirada, pero le desagradó y no tuvo otra opción que mirar alrededor.
Vio gente vestida andrajosa, con ropa agujereada, sucia. Un tipo con una herida agusanada en el cuello y una chica que se sacaba los mocos y se los comía. También vio una rata, dormida entre dos pasajeros.
Entendió, entonces, que casi todos eran como ella, sus amigos y su familia.
