Día número doscientos noventa y dos infiltrada en la Quinta de Olivos. Sigo sin ser descubierta, aunque empiezo a pensar que Karina, desde que me enganchó inclinando el escote hacia el presidente, se imagina que me lo quiero levantar. Aguanté bastante escondiendo las tetas, sin las cuales jamás habría logrado volverme su asistente de agenda. Repito que no tuve otra opción que empezar a mostrarlas; él ya se estaba aburriendo de mí.
Ayer a media mañana, cuando llegué Olivos, después de anunciarme ante Karina y llevarle sus panes de aceituna y queso favoritos —cada día me salen mejor—, me fui directamente a donde estaba el presidente.
Desde que me animé a jugar el papel de boludita que quiere aprender, encontré un punto desde donde mis preguntas no duelen: invitan a que él conteste y elija entre ser honesto y confesar sus planes o forzar alguna explicación que adapte la realidad a sus objetivos.
Lo encontré en calzones, con un balde de pochoclos, mirando por sexta vez —eso dijo— la película de Francella. Tuve que esperar unos minutos a que cambiara la historia y hubiera un corte para que me prestara atención.
Mi plan para ese día era preguntarle que, después de todo lo que se había acomodado la economía gracias al ajuste contra la casta, ¿qué pasos concretos faltaban lograrse para que llegaran las inversiones?
—Ahora sí, te puedo saludar —se acercó a saludarme jugándola de seductor cuando puso pausa. Me miró las tetas sin disimular, como los últimos tres meses—. Qué obra maestra esta película. ¿La viste?
—Sí, es excelente —mentí.
—Lo mejor, lo que más me gusta es, digamos, que estos zurdos de mierda odian que se pueda hacer algo así sin financiamiento del Estado —se excitó cuando dijo eso. Se le nota en cómo mueve los ojos y las cejas.
—Tal cual, son unos estúpidos. Yo escuché igual que decían que era porque les molesta que pinta a los argentinos como si fuéramos como… Ventajeros, garcas, ponele —agité una mano en el aire como si le restara importancia.
—Ah, o sea, entonces, ¡les molesta que les digan la verdad! —aseguró el presidente.
—¡Tal cual! Es eso: no pueden manejar la verdad. Y después, también decían como que hay otras culturas, formas de vivir, que no están en la peli —dije con tono burlón.
—¿Otras culturas? ¿Quieren mostrar al mundo que somos, digamos, indios?
—¡Eso mismo decía yo! —me reí y le agarré el brazo con una mano. Estaba a punto de preguntarle por las inversiones cuando escuché a mis espaldas la voz de Karina:
—¿De qué se ríen? —preguntó seria, mirándome a mí, como si me pidiera una explicación. Ni bien escuché su voz, solté el brazo del presidente.
—De cómo los zurdos no son capaces de entender una película —contesté yo—. Son tremendos boludos.
—Ya los vamos a exterminar, querida. No te preocupes —afirmó el presidente.
—Que Dios nos libre —dijo Karina y se fue, con su hermano, a la Casa Rosada. Un día más sin sacar información.
