620. Ahora ya no llora

19 de agosto de 2025 | Agosto 2025

—¿Cómo puede ser, viejo? —se quejó Andrés con los brazos abiertos, atrayendo la atención de sus empleados en el local con taller a la vista que tenía en Palermo donde vendía zapatos, borceguíes y zapatillas. Se dedicaba al diseño de calzado desde adolescente—. Que a ellos les entran a comprar todo el tiempo, uno atrás de otro… Mirá ¿cuántos van? ¿Siete? ¿En dos horas?

Los empleados de su negocio, tanto zapateros como vendedores, miraron al suelo, reconociendo que sí, que a los de enfrente les iba mejor y que ellos ya no sabían cómo disimular estar trabajando.

El gobierno había levantado impuestos y límites a las importaciones que defendían la industria nacional y, ahora, una zapatería de origen brasileño, se había instalado al otro lado de la calle. Vendía calzados casi tan buenos como los suyos, pero más baratos.

Andrés había hecho un estudio de mercado por sí mismo, el día de la apertura: había ido a verificar la calidad del calzado. Tuvo que volver con el deseo de burlarse de la calidad ajena.

Agotado de ver la sonrisa en la encargada del local de la competencia, Andrés se puso a hacer números como para pelearle el precio. Cuando se trababa, volvía a mirar por la vidriera hacia la encargada, y esa bronca le servía como motor para revisar todos sus costos productivos.

A las tres de la tarde, se levantó del sillón, ubicado contra una pared lateral, en el medio del sector de taller. Agitaba un cuaderno en el aire por encima de su cabeza.

—¡Ahí está! ¡El problema es que ustedes me salen carísimos! —acusó a los trabajadores, mientras giraba para ver a todos—. Me estoy fundiendo por su culpa. Mañana vos, vos, vos y vos, no vengan —señaló uno por uno—. Están despedidos.

—¿Eh? ¿Por qué? —se quejó una vendedora.

—Pasen el miércoles a cobrar la indemnización y listo —contestó Andrés.

—¿Y qué hacemos? ¿De qué vivimos? —insistió la vendedora.

—No sé, pedaleen, hagan comida, qué sé yo. Vos, Luli, sos bastante linda, a lo mejor podés conseguir más fácil que el resto.

—¿Y quién te va a hacer los zapatos, viejo boludo? —se burló un zapatero.

—Yo los voy a hacer. Y Joaquín —contestó Andrés y señaló  al único empleado que quedaba sin despedir.

—Pero, Andrés —arrancó otro zapatero inventando argumentos—, en un cambio de temporada van a estar complicados.

—Cualquier cosa te llamo —contestó Andrés.

Andrés creyó haber tomado la decisión correcta cuando, rebajas mediante, pudo liquidar una buena parte de la producción y empezar a ofrecer la nueva tanda que Joaquín elaboraba a cuatro manos.

Empezaron a trabajar doce horas por día. Una tarde, cuando cortaron para almorzar, mientras Joaquín hablaba, Andrés pensaba en cuánto más podía recortar para competir con esa brasileña sonriente.

Al otro día, Andrés despidió a Joaquín y quedó a cargo de todas las tareas; hasta hizo un cartel de “cerrado por trámite” y otro, de “vuelvo enseguida”, que estaba siempre, incluso con el local abierto.

Finalmente, tras un año de trabajo exhaustivo, Andrés, un día, se desplomó sobre la mesa de trabajo mientras cortaba cuero. “Aspiró demasiado pegamento”, sugirió el forense.

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