El estallido había sido tan bravo que el gobierno se había quedado sin margen de maniobra y con una caja de herramientas de juguete: podía usarlas, pero no lograrían transformar la realidad. Después de tanto tiempo falseando números y fijando variables a la fuerza —algunas, a puro billetazo—, la última corrida del dólar había dejado al gobierno con la lengua afuera, sin aire ni piernas, los últimos trescientos pesos que había aumentado.
A partir de ahí, la confianza de los mercados se esfumó. La presión sobre el dólar aumentó y la inflación, a valores que no tenían sentido, fueron el reflejo de que algunos sectores no bancaban más al gobierno.
El escenario había virado demasiado rápido: después de unas elecciones aceptables, el gobierno se había engolosinado con el impulso de reformas brutales y, en un campo regado de pólvora, bastó una chispa para que iniciara el fuego.
El presidente estaba, esa tarde de diciembre, transpirado como nunca. El aire acondicionado de su oficina había decidido romperse dos días atrás y, aunque insistía, los empleados de mantenimiento nunca pasaban a cambiarle el repuesto.
El calor era agobiante, pero él no se sacaba el traje y la corbata. Bañado en sudor como estaba, miraba los números del mercado y las redes sociales, actualizando ambas a cada minuto.
Afuera, en la plaza, la policía y simpatizantes del gobierno reprimían a balazos limpios —de goma y plomo—, que sonaban casi en continunado, a una manifestación de cientos de miles de personas que reclamaban contra el escenario de hambre que empezaba a ser moneda corriente en los barrios.
El presidente imaginaba qué precio podía tener la Casa Rosada, como para venderla a alguna inmobiliaria importante y así tirar unos días más en el poder, cuando dos hombres entraron sin golpear.
—¿Qué pasa? —preguntó el presidente mientras se levantaba del sillón.
Los hombres, vestidos de traje, lo ignoraron. Se acercaron a la pared donde colgaban varios diplomas, señalaron uno particular, lo descolgaron, y comenzaron la retirada.
—¿Qué es esto? ¿Se quieren llevar mi premio, hijos de puta? —gritó el presidente detrás del escritorio.
—Senhor presidente —contestó uno de ellos, que hablaba portuñol—. La academia ha considerado que, o prêmio de este año foi entregue prematuramente, no mês de agosto, cuando todavía faltaban varios meses para el fin de año.
—¿Qué tiene que ver? Digamos, el premio al mejor economista del año me lo gané —contestó, sereno y duro, el presidente—. Es mío.
—Señor presidente —el brasileño se esforzó en castellanizar sus palabras—. Entendemos su deseo de conservar el premio. Pero es demasiada exposición para la organización con este final del año turbulento.
—¡No es mi culpa que estos negros siempre quieran festejar la Navidad con mesas llenas de comida y el árbol con regalos! —contestó el presidente, furioso, señalando con el brazo la ventana que daba a la Plaza de Mayo.
—Disculpe, fue nuestro error haberlo premiado —saludó con la cabeza el brasileño y salió de la oficina, llevando consigo el cuadro que enmarcaba el diploma.
—¡Mirá todos los premios que tengo! ¿Te pensás que me importa ese? —preguntó el presidente, a una puerta ya cerrada.
