Luca y Dylan habían organizado la fiesta para juntar plata de cara a su exilio eonómico hacia Nueva Zelanda, donde esperaban conseguir trabajo y garantizarse un futuro estable. Habían alquilado una cancha de fútbol 5 en Banfield, consiguieron el sonido prestado y, entre rifas, subastas y entradas, se llevaban una ganancia que les cubría lo que habían gastado en los pasajes y para aguantar allá un mes.
Después de subastar los consoladores que Luca había encontrado un tacho de basura, famosos en las redes de los estudiantes del colegio, que fueron adquiridos por un amigo de ellos que había ofertado treinta mil pesos, Luca se cruzó a Tania, compañera de su mismo curso.
Ella, que siempre había destacado entre las demás chicas del colegio y que, ese día, con pequeños detalles de accesorios realzaba su belleza, lo agarró del codo y le pidió que la acompañara a fumar afuera.
Luca aceptó. Salieron a la calle, donde ella sacó un porro y un encendedor y lo encendió. Fumaron y se rieron. También echaron a un amigo del curso que se acercó para buscar a Luca y arrastrarlo de nuevo a la fiesta.
Fue entonces, cuando volvieron a estar solos, que ella confesó:
—Qué lástima que te vas. Siempre pensé que algún día íbamos a terminar juntos.
—¿En serio, boluda? Bueno… nos queda esta noche si querés. Pasado mañana ya viajamos —sugirió Luca con una sonrisa.
—Yo decía como novios —corrigió Tania—. Pero, bueno, a nada…
Sin saludar ni siquiera entrar a buscar cosas que tenían en la fiesta, encararon hacia a la casa de ella, que quedaba a unas ocho cuadras. En el camino, ella recordó que no tenía preservativos.
—No pasa nada. Acá hay un kiosco, es una cuadra para adentro —recordó Luca.
El kiosco estaba cerrado, aunque todavía era temprano. Ella, entonces, recordó otro kiosco, en la avenida, que seguro estaría abierto. Caminaron las siete cuadras de camino a la avenida. Cada dos cuadras paraban a besarse y manosearse.
Llegaron a la avenida y el kiosco tenía el vidrio pintado de blanco. Cuando se acercaron vieron el pequeño cartel: “se alquila” y un número de teléfono.
—Hay otro, más allá —recordó Luca. Dos cuadras más, para encontrar una persiana cerrada y ni rastros de golosinas alrededor ni adentro.
—Boludo, uno que sea veinticuatro horas —se quejó ella—. No caminemos más.
—Es que este era veinticuatro horas. Hay otro, en el centro. Ese está seguro.
—¿Y si esto es una señal de que no lo tenemos que hacer?
—Yo pago un auto, así hacemos más rápido —contestó Luca.
El auto los levantó veinte minutos después. Los llevó hasta el kiosco. También cerrado. Tania insistió en que era una señal y agregó que, a lo mejor, el destino los llevaba de nuevo a la fiesta, donde conocerían cada uno a su futuro amor.
Luca aceptó, algo resignado, que era una señal y que el cuento de hadas que proponía Tania podía darse. Finalmente, Tania estaba en lo cierto: se fue de la fiesta con un primo de Luca que sí tenía forros. Un mes más tarde, se pusieron de novios.
