616. Franja de Déficit

15 de agosto de 2025 | Agosto 2025

Atilio se despertó con el bocinazo que sonaba en cada manzana para anunciar la entrega de comida. Se repetía varias veces por minuto, durante cinco minutos. Era corto, grave y tan fuerte que se sentía un crepitar en los oídos. No había tiempo que perder: los que llegaban tarde, en general, se quedaban sin ración. También recibían ahí su cuota de agua.

Vivían en lo que, hasta que se creara la Franja de Déficit, se llamaba Chacabuco. El gobierno había desplazado a la población original y apelmazado ahí a millones de jubilados y discapacitados cuyas familias no podían acreditar propiedades e ingresos que les permitieran vivir cómodamente durante, al menos, los siguientes cinco años.

La medida había sido tomada por el gobierno después de la última reforma previsional: era más fácil encargarse de todos juntos que si estaban desperdigados por ahí. A varios, como Atilio, los habían secuestrado a la fuerza en operativos de madrugada.

En los límites del pueblo, el gobierno levantó, a velocidad récord, algunos pabellones donde entraban camas cuchetas separadas por cuarenta centímetros, una de la otra.

Atilio bajó de su cama —la tercera y más movediza de todas— con mucho cuidado. El día anterior no había controlado el pie y se había caído al piso desde el séptimo escalón. Todavía le dolía. A sus ochenta y cinco años, apenas le quedaba la sombra de lo que alguna vez había sido fuerza.

Bajó primero, igual que siempre, para ayudar a Pedro, un muchacho rionegrino, que había quedado hemipléjico después de un accidente y no sentía sus piernas. Como la primera cucheta era más alta de lo normal, a Pedro le servía una ayuda para embocarle a la silla de ruedas.

Cuando Pedro se acomodó en la silla y Norberto, el vecino de la segunda cucheta, bajó de la suya, los tres arrancaron juntos a buscar su comida.

Ni bien salieron del pabellón, vieron a Horacio, que caminaba, rápido para sus noventa años, directo hacia el límite. Ese lugar donde el pueblo terminaba y se abría un horizonte, pero siempre, sin faltas, aparecía un balazo para darle al que se atreviera a cruzarlo, proveniente desde un lugar que la vista no alcanzaba.

Horacio cruzó la mirada con Atilio y lo saludó con una mano en alto, sin detener su tránsito hacia el suicidio. Nadie le sugirió detenerse.

El camino hacia la ración de alimento estaba lleno de basura y escombros de los bombazos que cada tanto caían. No sabían quién les tiraba. No tenían comunicación alguna con el exterior.

Cuando se cruzaron a Jaime, un discapacitado motriz, Atilio esquivó su mirada y se hizo el distrarído. Él le había robado su ración unos días atrás porque no había llegado a recibir la suya.

Llegaron al galpón donde se distribuía el alimento. Unos soldados sin rostro, con máscaras, entregaban una ración de alimento por persona. Podía ser comida hecha o para prepararse, según lo que había.

El control de la fila era muy riguroso: tenía que ser de dos personas, siempre contra una pared. Atilio y sus compañeros no llegaron a acomodarse. Un soldado abrió fuego contra Pedro, que había quedado sobresalido de la fila. El tiro fue certero y Pedro murió.

Atilio hizo el resto de la fila llorando y salpicado de sangre. Cada vez era más difícil no elegir la salida en el límite y esperar un nuevo tiro. Lo mantenía con vida la esperanza de algún día volver a ver a su familia y ser libre.

Cuando le llegó el turno, un enmascarado con un FAL colgando de su espalda le alcanzó un paquete de arroz. Atilio se quejó: no tenían más gas en su pabellón para cocicnar. Quería comida preparada. Le amenazaron con pegarle un tiro. Esa noche, con una piedra, Atilio escribió una pared: “acá hay un genocidio”. Después, caminó hacia el límite.

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