Patricia había llegado más temprano que nadie, a pesar de que ella solía presentarse a las diez de la mañana en la oficina. Era la ansiedad la que no le había dejado pegar un ojo esa noche. Y eso que había intentado ayudar al sueño dándole un tubo y medio de vino, pero nada podía calmarle los nervios de saber qué pensaba el mundo sobre ella.
—Patricia —se sorprendió Augusto, su asesor, cuando entró en el despacho de ella a buscar unos papeles—. Qué tem… ¿te sirvo algo? ¿Un café?
—Dale, dale. Un cafecito me vendría bien —contestó ella, mientras escondía en el cajón del escritorio el pocillo que ya había usado para tomarse otros cinco cafés desde que había llegado.
—Acá tenés —le sirvió Augusto cuando regresó con una taza nueva.
—Gracias, querido. Tengo un… un secretito —dijo Patricia con los dedos índice y pulgar a un centímetro de distancia. Después se quedó callada.
—¿Querés que te deje tranquila? —Augusto no se animó a preguntar por el secreto directamente.
—Escuchá. ¿Viste que estuvimos viendo todo el tema del presupuesto y los fondos reservados? Bueno, con esa plata mandé a que la SIDE ponga doscientos agentes, disfrazados y bien maquillados para que sean iguales a mí, y actúen como si tuvieran una vida normal, en la calle, comprando. En el mundo real —dijo Patricia, abriendo una mano al aire.
—¿Cómo? ¿Para qué? —preguntó Augusto.
—Para medir mi imagen de cara a las elecciones —mintió Patricia, rápido, y se tomó un sorbo de café para ganar tiempo—. Quiero ver si la gente me recibe bien cuando me ve como una más.
—¿No es mejor hacer una encuesta que mida la imagen? —insistió Augusto y Patricia lamentó tenerlo como asesor.
—Sí, pero no… Esto es distinto. Es como un estudio más profundizado, que permite analizar distintas variantes del sistema de… Electoral —inventó Patricia en el momento—. Ahora, por favor, me voy a poner en comunicación con la SIDE —dijo ella, y sugirió un pedido de privacidad señalando la puerta.
Volvió a su computadora y vio, con alegría, que ya había comenzado la conexión que le permitía ver a sus Patricias espías en distintos puntos del país. Cada espía tenía encima una cámara oculta que transmitía su presente en la computadora de Patricia.
No hizo otra cosa en todo el día que mirar las más de doscientas transmisiones en vivo de sus agentes, que no se cortaban ni cuando iban al baño, ni cuando miraban sus celulares.
De esa manera, ella logró ver todos los ataques que sufrían los agentes que simulaban ser ella. Y, también, algún perdido grito de apoyo que se dieron en apenas dos o tres barrios porteños. La gran mayoría eran insultos, escupitajos y acusaciones por mandar a la policía a pegarle a los jubilados.
Antes de que fuera la tarde, Patricia ya había mandado un mensaje a su marido :”Gordo, cuando esto vuele, nos vamos rápido a Uruguay. Ya estoy buscando casa”.
Sacó un whisky del cajón, se descalzó, puso los pies sobre el escritorio y empezó a mirar propiedades en internet.
