608. Siga, siga

6 de agosto de 2025 | Julio 2025

Marcos hubiera querido ponerse la del Rey de Copas y pisar el pasto del Libertadores de América, pero eso daba para demasiado quilombo. Independiente ya había tenido una racha mala y había sido, de alguna manera, salvado por sus socios. Tenía que ser otro club: Vélez. Era un domingo el día que le tocaba debutar de local. Y él, por pedido propio, arrancaba en el banco de suplentes.

Una reforma impositiva le había permitido a los jugadores de fútbol argentinos que regresaran al país eximirse del pago de impuesto a las ganancias y bienes personales. Su objetivo, decían, era repatriar futbolistas.

El motivo verdadero era que algunos magnates exiliados impositivos habían decidido volver a su país, a la carga de un negocio fenomenal que, tenían acordado, el gobierno abriría al mercado luego de que saliera la primera ley como señuelo: la compra de clubes de fútbol.

Marcos, entre otros empresarios multimillonarios jóvenes como él —y algunos hijos de— que también se habían exiliado para no pagar impuestos, habían decidido volver y cumplir el sueño de jugar en sus equipos, que tanto solían imaginar de niños.

No fue posible convencer a los hinchas de que el club se vendiera. Fue más fácil, una vez lograda la habilitación de las Sociedades Anónimas Deportivas, convencer a la comisión directiva y a la barrabrava a billetazos y, al mismo tiempo, llenar el club de nuevos socios que hincharan por él, sin siquiera ser fanáticos del club en la mayoría de los casos.

A modo de anzuelo, Marcos, que venía a jugar en la primera de Vélez junto con dos empresarios amigos que en su vida habían pateado la pelota, trajo consigo a viejos jugadores estrellas del fúbtol internacional y a un retirado Kun que regresaba tras varios años a una cancha profesional.

Marcos se escudaba, aquella tarde, en los jugadores estrella que había traído. Iba a entrar en el segundo tiempo, en el minuto que él eligiera, por supuesto, si era el jefe fuera y dentro de la cancha. Por las dudas, para que el público se alegrara, el partido ya había sido comprado.

La mayor parte se la había llevado el árbitro, no tanto por su rol, sino porque había amenazado con contar todo. El plantel rival, Unión, había vendido más barata —y honesta, de acuerdo a sus expectativas— la derrota. De ese modo, Marcos se garantizaba el éxito del negocio.

Al minuto sesenta y tantos, el técnico le consultó si le parecía entrar. Él dijo que sí, y que también entraría su amigo Sebastián, porque el resto no le pasaba la pelota tanto como él deseaba.

Se puso la camiseta, con la estapma de sposonreo de su empresa y salió a la cancha con una energía que cualquiera hubiera imaginado que era lo suyo, casi como amasar fortunas.

En poco tiempo, se lo empezó a notar incómodo. No tanto por la cancha ni por cómo se caba el juego, sino por la remera, que le ajustaba los hombros y la panza. Había pedido un talle más grande al utilero, pero no había con su número. Hasta su llegada, todos los jugadores estaban en perfecto estado físico.

Aunque el partido estuviera comprado, el equipo Tatengue dio una muestra de honor: en primer lugar, se hizo un gol en contra para garantizar que el resultado finalizara como se había pactado. La formación no tenía delanteros y tampoco les importaba meter gol.

Desde que Marcos entró en la cancha, a cada pelota que tocaba —y a veces sin que le llegara—, aparecían, al menos, dos jugadores rivales que hacían faltas con pies, rodillas y codos. Terminaron cuatro hombres de Unión expulsados, pero felices: Marcos debió salir de la cancha en camilla.

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