606. Mañana pelados

4 de agosto de 2025 | Julio 2025

Diego había pasado sus últimos quince años trabajando en el depósito de una papelera mayorista, cobrando solamente el mínimo en blanco y unos pocos miles de pesos más en negro. A pesar de haber vivido buena parte de esos años con sus padres, con lo que ganaba no le alcanzaba como para ahorrar. De un día para el otro, decidió privarse de todo vicio y gusto que excediera el dos por ciento de su sueldo, y ahorrar todo lo que le quedar a fin de mes.

Abandonó el gimnasio y las clases de guitarra, y también a varios amigos con los que compartía actividades, como el torneo de fútbol de los jueves, donde su equipo jugaba hacía cuatro años y él era una pieza importante en la formación. Pero nada le costó tanto como dejar de fumar.

Con las chicas no le fue bien: cuando sus propuestas, después de la primera cita en un bar —de tarde, como para no gastar en cena—, se limitaban a mirar una película en una casa y comer pizza casera, al mismo tiempo que tildaba cualquier otro plan de caro, su imagen de rata se sumaba a las demás dificultades de los vínculos.

Hasta que conoció a Nuria, una mujer cinco años mayor que él, con la que confesó que su proyecto principal era conseguir un lugar donde vivir propio, para lo cual necesitaba juntar una montaña de dólares.

A ella también le servía alguien que controlara cada gasto y viviera austeramente con el fin de un futuro esplendoroso. Duraron dos años, hasta que él se dio cuenta de que ella le sacaba la plata que ahorraba con tanto esfuerzo.

Cuando tuvo algo de dinero ahorrado, y habiendo vendido las camisetas viejas de San Lorenzo que su padre le había comprado de chico —a esa altura, de colección—, la tele y la bicicleta que usaba de modo de transporte para todo, estuvo en condiciones de sacar un crédito hipotecario.

No le convencía el plan mediante el cual el banco se llevaba, a la larga, mucho más que lo que recibía a modo de préstamo, pero sabía que, si tenía que continuar alquilando y ahorrando, quizás nunca lograría tener un lugar propio.

Encontró un departamento que le convenció para vivir, a pesar de estar lejos del barrio en el que había vivido toda su vida y donde, cada tanto, podía cruzarse con algún ex amigo y compartir dos minutos de una charla sonriente.

Sacó el crédito, compró el lugar y empezó, religiosamente, a pagar las cuotas mes a mes. Eran más altas que el alquiler que solía abonar, así que redujo su margen de gustos a lo mínimo posible y eliminó la poca carne de vaca —siempre falda y tortuguita— que persistía en su dieta.

De tan flaco que se puso, su aspecto parecía más cabezón, aunque Diego  pensaba que, en realidad, tanto cálculo matemático en su cerebro le había hecho crecer los límites de su cráneo. Llegó a comparar el tamaño de su cabeza con la de Einstein y otros científicos para asegurarse de ser más inteligente que antes.

Su vida solitaria le ofrecía una alegría que otros no tenían: un lugar donde, al cabo de muchos años de pagos, podía caerse muerto y dejar a sus hijos —todavía planeados— una base desde la cual hacerse el futuro.

Desafortunadamente, las curvas de la vida no le jugaron a favor: los desequilibrios económicos del país y un destino dirigido por un rejunte de ricos que vivían sin problemas se combinaron para llevar su salario a la mitad.

Las cuotas se hicieron imposibles de pagar. Ya no tenía nada más para vender y tampoco había otros trabajos extra para sacar algunos pesos más. Peor aún: tampoco tenía puertas que golpear donde le prestaran una oreja, un abrazo y un vaso de cerveza para ahogar las penas.

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