Rosa sabía que la iglesia del Pastor Gómez era el lugar indicado para que ella pudiera —por fin, después de tanto tiempo— llegar a fin de mes con lo que cobraba entre su jubilación y la pensión de su fallecido esposo. Su hijo siempre la había ayudado, pero desde que el negocio donde trabajaba había cerrado, a Rosa le daba culpa porque sabía que cada peso que le pasaba a ella era un problema para él.
El pastor, en cambio, tenía ese poder (¿acaso una conexión directa con el Señor?) que le permitía hacer milagros, y era sabido que hacían uso de ellos en favor del templo.
Una tarde, a pesar de que ella nunca había pedido un favor y de haber aportado religiosamente a la iglesia, aunque fuera unos pocos pesos, Rosa se animó y fue a ver al pastor.
Debió esperar un par de horas junto a la puerta cerrada del templo hasta que él apareció junto a su hijo. El pastor, que se veía algo blando de postura y con los párpados pesados, le pidió unos minutos antes de atenderla:
—Es que venimos de un asado en la casa de un amigo y… —se excusó dejando la frase sin destino.
Rosa se sentó en un banco de la iglesia vacía a esperar que el pastor se acercara. Para cuando se presentó, recién bañado, ante Rosa, ella se había quedado dormida, sentada en el lugar.
—Señora —la saludó el pastor con dos toques en el hombro.
Rosa se despertó del sueño sobresaltada, balbuceando sílabas que no podrían formar una palabra en castellano. Se tranquilizó cuando su memoria la ubicó en tiempo y espacio.
—Dígame. La escucho —sonrió el pastor.
—Mire, padre… —empezó Rosa con un latiguillo que le había quedado de sus años de católica—, yo sé que acá usted hace milagros, digamos, economicos.
—Claro, lo habrá visto acá mismo cuando convertimos pesos en dólares —contestó el pastor señalando el altar. Sus palabras olían a vino.
—Claro, si yo estaba —mintió Rosa—. Por eso, quería pedirle si, no podría usted, a lo mejor, ayudarme con mi jubilación… no le digo convertir cada peso en dólar, pero… duplicarla, tal vez…
—¿Cómo era su nombre? —el pastor entrecerró los ojos.
—Rosa.
—Rosa. Rosita… Ese tipo de milagros son difíciles. Muy difíciles. Y nosotros los usamos para financiar a esta iglesia que tanto adoramos. Es por eso que, si a usted le parece, puede aportar su jubilación a nuestra iglesia y, luego, no tengo dudas, el Señor le devolverá por otro lado todo lo que usted haga por nosotros. Pero no quiero prometerle que vayamos a lograr el milagro por usted.
—Lógico, entiendo. Entonces, cuando cobre, le deposito todo en la cuenta —asintió esperanzada.
