Había quedado para juntarme el miércoles, a la salida del trabajo, en la Plaza Congreso, con un pibe que había encontrado en una de esas aplicaciones de citas. Como llegué primera y ya se hacía la hora, compré dos latitas de birra y le mandé una foto mía con las latas. Justo vino un tipo a pedirme si se podía tomar una conmigo. Le dije que no y se fue. Guardé las latas en la mochila, como para que no se repitiera.
Pasaron veinte minutos y el pibe no llegaba ni contestaba. Las latas me estaban mojando un libro adentro de la mochila, así que me abrí una, para matar la espera y salvar el libro.
Terminé la primera y le mandé una foto de la lata, vacía, en el banco donde estaba sentada. Como tampoco contestó, de enojada, me abrí la otra.
Para cuando me la bajé ya tenía unas ganas de ir al baño que no podía aguantar mucho más. Fui a un bar ahí enfrente de la plaza.»Baño exclusivo para clientes. Sin excepción», decía un cartelito en la puerta.
Yo sé que están obligados a prestar el baño por ley, pero no tenía ganas de pelearme.
Me fui a otros tres más y, aunque pedía el baño, me decían que no. En esa, por Avenida Callao, el cajero de un bar me dijo que vaya al Congreso, que ahí me iban a prestar.
Esquivé una protesta de jubilados y unas filas de policías preparados como si estuvieran en guerra. Llegué a la puerta del Congreso en Avenida Rivadavia y le pedí al de la puerta si podía pasar.
—Pasá, dale, rápido —contestó el tipo, medio frenético, y me señaló una puerta al fondo de un pasillo, a la derecha.
Entré y se veía como un lujoso vestuario de policías uniformados, hombres y mujeres, que se notaba que lo habían ampliado hacía poco, porque todavía tenía materiales de construcción al costado. Se escuchaba cómo esnifaban cada diez segundos.
—Por favor, déjenme salir —sonó una voz débil desde un cubículo cerrado. Los demás se rieron.
Pasé a un inodoro libre y, sin sentarme, hice pis desde las alturas. Fue tanto, que pensé que las piernas no me iban a aguantar, pero lo logré.
Salí del cubículo y justo entró un tipo que se ve que era el jefe o algo así. Pegó un par de gritos y todos se prepararon. Una mina me zamarreó un poco, me ató el pelo, me puso un uniforme y me dio un palo. Intenté decir que no tenía nada que ver, pero fue todo tan rápido que no llegué a armar una oración.
Al medio minuto, ya estaba en medio de una fila de policías. Avanzábamos contra los que estaban ahí, protestando. Una vieja me pegó con una cacerola y, aunque no me diolió por el casco, yo le contesté con un palazo. Después le pedí disculpas, pero no me las aceptó.
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