Cuando el doctor Tróccoli dijo “señora, le queda poco”, le pregunté cuánto era poco. Me contestó que, en Europa, al día de hoy —aunque cada vez menos—, aparecen artefactos explosivos lanzados de la Segunda Guerra Mundial, y que, a pesar del tiempo transcurrido, esos aparatos aún pueden explotar. “Usted es como uno de esos”, cerró la frase.
Empecé a llorar ahí nomás. Necesitaba un abrazo, pero no había nadie para dármelo. Los últimos dos años, tras la muerte de Federico, la pelea con mi hermano y la partida de Azul —mi única hija— al exterior, me había sentido sola. Pero nunca tanto como en ese momento.
Ahí mismo, el doctor me comentó que había unas nuevas prácticas experimentales para casos como el que me ocurría a mí, que podían probarse gratis.
—¿En qué…? —interrumpí mi pregunta para que mi voz no sonara tomada por el llanto y, después de contenerlo, retomé—. ¿En qué consiste el tratamiento?
—En su caso, lo que haríamos es poner una mezcla de ácidos sobre determinados puntos del cuerpo y, sobre esas superficies, se liberan descargas eléctricas de muy baja intensidad… prácticamente nulas —dijo mientras gesticulaba con una mano en el aire.
—¿Ácido? —habré preguntado en voz alta.
—Sí, son unos ácidos artificiales. Esto es una tecnología probada en Denver por un equipo de la Universidad de… —no dijo cuál—. En nuestro caso, aplicamos la mezcla de ácidos, que contiene ADN y ARN, entre otros, producidos en Trinidad y Tobago.
—¿No era de Denver?
—La tecn… la idea es de Denver. Lo demás… Pero no se preocupe que es todo seguro. Tenemos un gel de hongos de pino por si hay que apagar algún incendio.
Acepté. La llamé a mi hija ahí en el consultorio porque el tratamiento me lo harían en ese momento. Ella me sugirió no hacerlo y me dijo que le gustaría estar para acompañarme. No le creí.
En el quirófano, yo tenía anestesia local en muñecas, tobillos, ingles hombros. Una tela separaba mi cabeza del resto de mi cuerpo y la intervención, pero podía escuchar todo lo que decían.
Después de comentarme el doctor Tróccoli que empezaba el tratamiento, ordenó:
—Ácido —y escuché ruido de que me aplicaban algo—. Descarga —una máquina hizo ruidos electrónicos y no sentí nada—. Descarga —repitió—. Gel de hongos.
—Tiene fuego —escuché que susurró otro.
—Gel —repitió el doctor—. Apagalo.
—No funciona.
—¡Apagalo, boludo! —gritó el doctor.
