—A ver, pibe, escuchame. Lo importante no es ser genuino, toda esa pavada… Lo que de verdad importa es que la gente que vos querés que te vea de determinada manera lo haga. No importa cómo sos. Vos elegís —Emanuel hizo una bola con la miga de pan que había en la mesa y la tiró usando el dedo mayor y el pulgar, hablaba lento y parecía un poco retardado—. Por ejemplo. Yo voy a cenar a lo de mis suegros y soy el tipo más familiero del mundo. Me encanta estar con los chicos, soy simpático, defiendo la familia como fortaleza frente al mundo, como a él le gusta. Pero cuando viene mi jermu a la noche tengo que ver si no le saca la pintura al techo con las tremendas guampas que tiene.
—¿En serio? —preguntó el joven que lo acompañaba y aprendiz en el nuevo trabajo.
—Y, claro, boludo —adoptó una postura canchera echado atrás, con un brazo apoyado en la silla libre al costado suyo—. Cada día me cojo una distinta, más o menos. Porque soy ganador. Vos no te creas que te va a ir tan fácil —le guiñó un ojo—. En el Ministerio las minas ven que tengo poder y se me entregan, es así nomás. Fin.
—Ah, cierto que en la entrevista ya les habían preguntado si… claro. Ahora cierra.
—¿Cierra qué? —preguntó y justo al terminar la pregunta se dio cuenta que él mismo había hecho correr la bola de haber ingresado al personal chicas con las que tenía acordado de palabra un vínculo sexual—. Como sea, no tiene que ver con eso, es otra cosa… —y se apuró a cambiar de tema—. Por ejemplo. Yo voy a la Iglesia, ¿sí? La que está ubicada en el barrio de Recoleta, los domingos… a la mañana. Y ahí, siempre, la congregación hace su colecta para los pobres. Yo siempre; bah, siempre no, a veces… voy y pongo plata. Lo hago, no para quedar bien con Dios, que también es buen motivo, ni con los pobres; sino para que lo vea el cura, la gente que va a misa, los papás del colegio. Por mí, se pueden morir todos los negros vagos que no hacen nada. Si hasta me perjudican, hacen fea la ciudad. Que se mueran. Fin —barrió el aire con una mano—. Y hasta sería mejor que sea por limosna y no por planes ni nada de eso que vivan.
—Claro, porque aumentaría la solidaridad de la gente.
—¿Eh? No, ja. No, no. No los tendríamos que mantener nosotros con la nuestra a esos vagos. Las minas se embarazan para cobrar un plan y no tener que trabajar, como hace uno. Que se caguen de hambre si no van a poner el lomo, y listo. Fin.
—Bueno, capaz que necesitan ayuda…
—No podemos desde el Estado ayudar a todos. Además generamos una ficción. Mejor que duela y que sea la realidad como es, y no el Estado manteniendo vagos que no pueden valerse por sus propios medios ni desarrollarse como… como debería ser —cerró porque no sabía qué decir.
—S… sí, bueno. Mi hermano, él estudia sociología, me dijo que hay algunas cuestiones de derechos laborales que en general los pobres no tienen, y de alguna manera están más desprotegidos frente al jefe y…
—¿Qué estás diciendo que querés un trabajo efectivo?
—No, no. Yo no, Ema. Yo estoy bien así sin contrato, no pasa nada. Estoy para aprender. Pero hay gente que por ahí que la echen y no tener indemnización la complica, entonces creo que ahí los derechos laborales…
—Pura mierda —lo interrumpió—. No sirven para nada, te lo digo en serio. Espantan al empleador. ¿Quién puede querer, en su sano juicio, pagar más plata para contratar a alguien, y que encima eso sea culpa del Estado? Nadie. Te puedo asegurar. Vos todavía sos muy pibe, no entendés bien cómo son las cosas.
—¿Ya saben qué pedir? —se acercó la moza.
—Pedí lo que quieras que traje la tarjeta del Ministerio —contestó Emanuel, que mientras tanto se puso a buscarla en su billetera para cerciorarse.
—Un cortado doble —empezó a pedir el asesor—, dos medialunas con jamón y queso, un muffin de chocolate, un scon de queso…
—No, no. Pará —lo interrumpió Emanuel guardando su billetera—. No traje la tarjeta. Dos cafés en jarrito, por favor.
