Antes, cuando yo era chico, hacía frío en serio. Esto, un poroto. Es cierto que está fresco. Pero antes no era uno o dos días de frío, sino toda una estación. Invierno se llamaba, ahora casi que no existe. Y me acuerdo el día que, temblando de frío por falta de abrigo, mi madre me obligó a hacerle el mandado más importante de todo el año o, peor aún, de aquella década de los años 20.
Mi familia siempre fue numerosa. Decía mi madre que había tenido doce hijos, aunque yo nunca conté más de nueve. Mi padre se esforzaba trabajando en un molino donde empezaba el campo, mientras mi madre se hacía cargo de la casa.
La plata no alcanzaba. El jefe de mi padre decía que su trabajo valía poco y nuestras vidas también. Comíamos lo que había y, en general, a alguien le tocaba saltarse la cena.
Una mañana, ni bien mi padre salió a trabajar y cuando el sol todavía no asomaba, mi madre me dio plata que escondía en el costurero y me ordenó ir a ver al vendedor de soluciones:
—Decile que tengo muchos hijos, que no nos alcanza para vivir entre las cuentas y la comida. Que te dé la solución.
Quise agarrar mi saco, pero Roque estaba durmiendo encima y no logré sacárselo. Con un pulóver y el mundo escarchado alrededor, fui hasta el negocio del vendedor de soluciones.
—Qué feo olor —saludé cuando entré al negocio. Nunca había estado ahí. Había estantes con artefactos extraños, pócimas, recipientes brillantes y hasta animales disecados.
—¿Perdón? —contestó un señor narigón, con una verruga al costado de la boca.
—No tiene por qué disculparse. Estoy acostumbrado. Se parece a los pedos de Roque —contesté yo, por cortesía—. Mi mamá pregunta cómo hacer para vivir con la comida y las cuentas. En casa somos muchos.
El señor encendió una lámpara de querosén, buscó un papel y anotó algo.
—Si volvés a pisar este negocio, no salís vivo—dijo lento con voz grave, asomado sobre el mostrador, cuando me dio el papel. Pensé que era en broma y me quedé mirándolo—. ¡Fuera! —gritó y me asusté.
Le di la plata, salí del negocio y volví corriendo hasta mi casa. Intenté leer el papel, pero no entendí la letra mientras corría. De tanto frío, me metí en la cama y creo que temblé hasta la tarde, cuando tuve que salir para la escuela.
Antes de volver a la cama, le di a mi madre el papel con la solución. Le tomó unos minutos entender lo que leía, porque negaba lo que en realidad decía:
—Impulsar… una reforma… ¿agraria? ¿Repartir la… riqueza? —escuché a mi madre leer en la cocina. Yo ya estaba en la cama. Se acercó hasta mí y me susurró—. ¿Qué es esto? ¿Qué le dijiste?
Los dientes me castañeaban cuando contesté. Ahora no recuerdo si por frío o miedo, pero ante una mujer tan dura había que dar la respuesta precisa.
—Le dije lo mismo que vos —aseguré.
Me mandó a pedirle la plata, pero yo no me animaba. No tuve otra opción que faltar a la escuela y robarle unos huevos a don Pedro que le vendí a Aurora a mitad de precio.
