Eduardo salió de la sastrería vistiendo su nuevo traje hecho a medida. La tela era importada desde la Lombardía italiana. Un gusto que se había dado después de, según decía, ingresar al selecto club de los ricos. Por fin se había concretado su sueño de convertirse en un magnate inmobiliario o, por lo menos, su destino parecía encaminarse en ese sentido.
Con la inmobiliaria que había heredado de su padre le iba bien, pero nada del otro mundo. Ganaba como para vivir holgado y pagar salarios apenas por encima de lo miserable a sus empleados no registrados.
Hasta que un día, un llamado de su primo Lucas le cambió el panorama: había fallecido Amelia, la otra prima —que por su edad podía ser su tía—, sin descendientes y, quizás por eso, con tres casas en barrios de la Ciudad de Buenos Aires tranquilos y con buena movilidad.
Un buen proyecto, una demolición, treinta departamentos y una millonada para él y Lucas. Con todo ese dinero en la cuenta, tenía algunas posibilidades de inversión. En eso pensaba al salir de la sastrería cuando un hombre que parecía diez años mayor, sentado en la vereda entre harapos, le tendió una mano y pidió colaboración.
—No tengo nada, disculpame —mintió Eduardo y le revoleó una mirada.
Unos metros más allá, Eduardo frenó en seco. Conocía esa mirada fulgurante y esa voz grave y profunda del pordiosero, pero no recordaba de dónde. De camino a la inmobiliaria, repasó rostros de compañeros de escuela, colegio y facultad. También del club y de padres de amigos de los hijos. No logró recordar de dónde lo había visto.
Cincuenta y dos años antes, cuando todavía no había nacido, Eduardo hacía la fila de almas en el reparto de cuerpos, al otro lado del mundo. Es ahí donde las almas, después de fabricadas, se completan con un cuerpo.
Sin embargo, como en toda administración relativa a lo humano —en sistemas desiguales de riqueza—, las almas sabían que podía tocarles una vida de alegría y placer o una de sufrimiento y dolor. Al mismo tiempo, podían ser de riqueza o de pobreza.
Los creadores de almas, por su parte, se sentían gratificados al saber que las que ellos inventaban resultaban felices y de buenas vidas. Y fue uno de sus creadores el que le avisó a Eduardo que debía tomar, en la fila 119-C.2, el puesto número 724.
Cuando el alma de Eduardo llegó, el puesto 724 había sido ocupado un instante antes por el alma de Hugo. Tenía una mirada fulgurante que a Eduardo le atraía y una voz profunda y grave que le gustaba oír.
El tiempo que duró la fila lo pasaron charlando. Eduardo no se animó a pedirle el lugar. No correspondía que él supiera que el puesto que buscaba era mejor que los demás y, si revelaba el dato, jamás se lo concederían.
Cuando el espermatozoide de Atilio entró en el óvulo de Elsa, el portal de almas se abrió. Hugo se despidió de Eduardo y empezó a caminar hacia el portal.
Ni bien se terminó de dar vuelta, Hugo sintió un golpe que lo hizo caer al piso. Levantó la cabeza y pudo ver a Eduardo corriendo hacia el portal, que se cerró después de su paso.
