553. Espinillo humeante

21 de junio de 2025 | Junio 2025

Lautaro no había caído por chorro. Había afanado una sola vez, a los diecisiete, pero no era lo suyo. A él le pesaba más la palabra de su madre que a sus amigos. En su casa, robar era de hijo de puta. Cayó preso por una mano mal puesta en una pelea con un cuñado que maltrataba a su hermana. Una mandíbula partida, un nocaut y un golpe de la cabeza contra el asfalto. Homicidio simple y diez años de condena por saber boxear.

Lautaro, de veintidós años, entró por primera vez al pabellón en soledad total, sin algún contacto que le diera una mano ni plata para alquilar algo de protección. Minutos antes temblaba y resoplaba. Una vez adentro, se puso más serio que nunca, cosa de no exponer sus nervios. Olía a húmedo y animal.

—¿Y este gato? —preguntó un bizco que se le acercó.

—El nuevo mulo. Me avisó Gauna —contestó otro, narigón.

Desde una mesa, tres hombres que tomaban vino interrumpieron su conversación y lo miraron en silencio.

—Qué chiquitito que es —dijo el bizco—. ¿Le habrá crecido pelo en las bolitas? —preguntó y tiró del elástico del pantalón de Lautaro, que le sacó la mano—. Ay, mirá la gatita cómo se enoja.

Lautaro lo miró serio. Apretó un puño y lo preparó como le había enseñado su tío, listo para responder.

—Si querés la cama, te la cambio por las zapas —dijo el narigón.

Lautaro negó con la cabeza. Entre los dos empezaron a pegarle sin aviso previo, y Lautaro se cubrió el cuerpo. Aguantó la primera tanda de golpes así. Sus rivales se alejaron.

—A ver, dejámelo a mí al putito este —dijo el bizco—. Me vas a regalar las zapatillas vos solo —anunció y se acercó a pegarle.

—¡Plata! Sacale plata —gritó uno de los hombres de la mesa.

Lautaro levantó la guardia, cubrió su cabeza y aguantó algunos golpes. No logró interceptar un derechazo a la sien que lo hizo tambalear. En ese estado comprometido, se decidió a responder.

El bizco no llegó a ver el primer golpe. Los siguientes cuatro, sí; también vio la sangre que salía de su boca y nariz.

—¿Qué pegás la concha de tu madre? —se acercó el narigón a sacar a Lautaro de encima del bizco.

El bizco aprovechó la interrupción y le dio a Lautaro una patada en los huevos y, cuando se contrajo sobre sí mismo, empezó a pegarle en la nuca y la cabeza.

—Che, che, ¿cómo es la cosa? —interrumpió el más viejo de la mesa. El bizco y el narigón se pararon temerosos frente a él y dejaron en paz a Lautaro, que se sostenía contra los barrotes—. Napia, si te dice que lo quiere para él, ¿qué te metés?

—No, pasa que… —empezó el narigón.

—“Pasa que…” nada. Nos cagaste el espectáculo a todos, pelotudo —se levantó de la silla para retar al narigón—. No tienen códigos ahora, viejo. Si le quiere boxear que lo haga mano a mano y vos cerrá el orto.

—Dale vos, amigo —le dijo por lo bajo el narigón al bizco.

—No, ahora ya está, estúpido. Dale la cama al pibe y listo —ordenó el señor y se alejó.  

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