Mi abuelo Franz Siebauer, que logró escapar del campo de concentración nazi de Chelmno siendo un joven de apenas veinte años, gracias a la colaboración de un suboficial de la SS, y que pasó el resto de la guerra en el Campo de Gurs, en Francia, decía que la decadencia del pueblo judío era cuestión de tiempo. Repitió eso hasta su último día, sin que nada le confirmara lo contrario.
De chico y adolescente había pasado mucho tiempo con su tío Johann, militante del Partido Comunista Alemán, que le contaba historias de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, que luego él nos repitió a mi padre, a mis primos y a mí.
Él decía que el pueblo judío, uno de los más longevos de la humanidad —“nacido incluso antes que el mismo Dios”—, se había desarrollado con una unidad particular desde la distancia.
Gracias a la diáspora judía, los miembros exiliados del pueblo se habían esforzado por mantener la cultura y religión colectivamente con los demás judíos del lugar donde habían ido a parar. De esa manera, su identidad no se diluía.
Un lazo sostenido desde la idea de, algún día, regresar a esa Tierra Prometida que Dios había ofertado a Abraham, para vivir como un pueblo unido.
Al ser exiliados y no bienvenidos ni siquiera contándose de a millones en todo Europa, los judíos estaban acostumbrados al maltrato. En Alemania recibieron los mismos derechos que los alemanes recién en 1871.
Según mi abuelo, la gran mayoría de la comunidad judía alemana eran trabajadores y comunistas o socialdemócratas. Por eso el nazismo quería matarlos. También por judíos —“envidia de etnia”, reía mi abuelo—, pero no les molestaban los judíos colaboracionistas.
Entre migas de maztá y knishes —sus favoritos—, él siempre decía que los judíos se habían destacado gracias a tener encima siempre la zanahoria de la Tierra Prometida, que les incentivaba el esfuerzo individual en su sentimiento colectivo.
De esa opresión desarraigada, sostenía Franz, habían salido figuras tan relevantes como Einstein, Bohr, Marx, Freud, Benjamin, Kafka y tantos otros —“hasta Jesucristo”—.
—Ahora que limpiaron a casi todos los buenos, los judíos que quedan son los funcionales, los colaboracionistas —dijo uno de sus últimos Rosh Hashaná, ya viejo.
Nosotros nos reímos.
—Apareció Israel como anexo de Estados Unidos y la unidad judía con fines nobles se transformó en una contratación masiva para el capitalismo. Casi todo un pueblo esparcido por el mundo, comprado por un terreno más chico que Tierra del Fuego.
Se secó las lágrimas y nunca más habló más de su pueblo.
Franz murió hace muchos años. Siempre quiso que me sintiera tan judío como él, pero no lo logró. Tanto tiempo más tarde, viendo lo que pasa en aquel lejano pedacito de tierra, no me queda otra opción que darle la razón, y agradecer que ya no esté vivo.
