La malaria era tan incontrolable que varios trabajadores, al perder sus puestos de trabajo y no tener una soga que les diera el Estado (a esa altura, casi disuelto), ni de la ya agotada capacidad generosa de sus vecinos y organizaciones barriales, no tuvieron otra opción que sumarse a bandas delictivas.
Entre ellas, la más grande era la Liberbanda, que controlaba gran parte de las Zonas Norte y Oeste del conurbano bonaerense y tenían negocios a lo largo y ancho del país, se debatía sobre la incorporación de otra banda, la Siciliana, que estaba perdiendo territorio hasta casi disolverse.
Algunos de los sicilianos todavía se aferraban a seguir con su antiguo líder, apodado El Trece, por yeta. Otros, en cambio, ya habían averiguado ofertas en otras bandas.
Y en eso estaban los que se ofrecían al mejor postor. Ya habían acercado algunas posiciones con los de la Liberbanda, pero todavía no lograban convencerlos a todos.
—¿Me podés decir qué carajo quieren? —preguntó El Jefe, jerarca de la Liberbanda, casi a los gritos, exaltado por la cocaína, en la cocina de su casa.
—No, es que… todavía dudan —contestó Chatrán, al que le decían así por lo gato y su color de pelo anaranjado, intentando esquivar el bulto. No había traído ningún avance a la reunión desde la anterior.
—¿Cuánta guita les hace falta para que se dejen de hacer las estrellas? —preguntó El Jefe.
—Mirá, te soy sincero —se animó el Gordo Jasid, uno de los sicilianos—, hay algunos que dicen que no es por plata, que ellos tienen cierta moral y no sé qué. Que una cosa es afanar camionetas, pero… —y dejó la frase inconclusa.
—¿Qué? —le apuntó con el mentón El Jefe—. ¿No les gusta que le peguemos a los viejitos? ¿Eso es? ¡Deciles que no largan los viejos si no los fajamos! —gritó y revoleó un vaso contra la pared.
—No, sí, yo les… —iba a contestar el Gordo, pero El Jefe lo interrumpió.
—¿Quién dijo eso? ¿La flaca putita esa que se hace la exiliada?
Chatrán asintió en silencio.
—Encima esa conchuda la tiene clara en el biri biri —lamentó El Jefe—. Una vez la vi chamuyar a un colectivero… le sacó hasta la casa diciéndole que le iba a dar seguridad y no sé qué más. Todavía debe estar tratando de entenderla el boludo.
—Esa fue su mejor época, ahora… — el Gordo Jasid le bajó el precio con una mueca.
—Me gustaría tirarle los perros de mi hermano, te digo, y que se la coman todos juntos, que la destrocen… Bueno, si no le gusta cómo trabajamos, que se mate. Ya nos vamos a cruzar —dijo El Jefe, más tranquilo—. La próxima reunión quiero que me traigan gente valiosa. No me hagan perder tiempo —se levantó y dio por terminada la reunión.
