El mundo ya era otra cosa. Varios edificios se derretían por dentro con tanto calor y se desmoronaban uno contra otro. Los que no caían tenían personas ahorcadas colgando de ventanas y balcones: habían preferido suicidarse antes que sufrir. En la calle, autos abandonados con las puertas abiertas, y una ciudad desértica era lo que quedaba. Mientras tanto, Silvia, sobreviviente casi de casualidad, seguía en su departamento.
En el edificio, que ahora formaba un arco sobre Avenida Las Heras, apoyado contra otro de la vereda de enfrente que se había caído al mismo, no quedaba nadie más que ella, que deambulaba hacía semanas buscando comida entre los departamentos.
Su marido y las nenas no habían vuelto jamás. Silvia suponía que estaban muertos, igual que el resto. Pero ella no se moría ni se iba a matar.
Un buen día, mientras liquidaba la alacena de un vecino cuya puerta había tirado abajo a patadas, escuchó un ruido. En el pasillo encontró a Julio, vecino del cuarto piso, que había vuelto a buscar algunas cosas.
Cuando la encontró le contó que los sobrevivientes habían formado una colonia en Agronomía, que ahí habían logrado hacer crecer verduras y frutas, y hasta tenían animales. Eso sí: seleccionaban a la gente que pudiera resultar útil para la comunidad.
En el camino, Silvia pensó en qué era ella mejor que los demás. No tardó en encontrar la respuesta y se alegró. Cuando llegaron, vieron un vallado con una pequeña abertura, donde los recibieron tres hombres armados.
—Traje una buena amiga —sonrió Julio—. Ya le expliqué todo.
—Muy bien, ¿y qué sabe hacer? —preguntó un hombre con un pañuelo en el cuello y un arma larga en los brazos.
—Soy experta en el proyecto de Ficha Limpia —contestó Silvia, confiada.
—Ya tenemos uno que sabe de eso. Y encima es el mejor carpintero que vive. ¿Qué más sabés? —preguntó.
—No… —lamentó Silvia y sus ojos comenzaron a aguarse.
—Dale, Sil, en algo tenés que servir. No puede ser esa gilada nomás —la alentó Julio, como para que pensara algo.
Después de un minuto, tartamudeando, Silvia se animó:
—Mi marido decía que era buena… —puso el puño derecho delante de su boca y apretó la lengua contra la mejilla izquierda. De solo ofrecerse, se sintió prostituida y avergonzada, y también, al menos un segundo, se sintió a salvo.
—¿Para chuparla? —contestó el de pañuelo—. Tenemos un pendejo que es una bestia, te hace ver las estrellas. ¿De materiales aislantes sabés algo? Es lo que más necesitamos.
A Silvia se le ablandaron las rodillas y cayó al suelo. Lloró en silencio, con la mirada borrosa perdida en el piso. Julio le dio un beso en la cabeza, la acarició y le deseó buena suerte, antes de traspasar el vallado.
