Pedro había sido abandonado de bebé en el año 1912 en la puerta del Convento de Santo Domingo, con una nota que decía “solo Dios puede proteger a un séptimo hijo varón”. En aquel entonces, la maldición del lobizón no se limitaba a una creencia: había relatos y hasta imágenes de lobizones accesibles para todo el mundo. Faltaban décadas para que se sancionara la Ley de padrinazgo nacional.
Aunque ya existía el Patronato de la Infancia a pocas cuadras de allí, el Padre Basilio, a cargo del Convento y uno de los Dominicos más importantes de la Argentina en aquel momento, decidió quedarse con él y tratarlo como un hijo propio.
Basilio era fanático de Tomás de Torquemada, hombre que había presidido la orden que ambos compartían siglos atrás en España.
Cuando Pedro aprendió a leer, la biblioteca del convento se convirtió en su lugar favorito. Era un chico solitario, que veía cómo los demás se divertían jugando en la calle, al otro lado de las rejas de la Basílica, en pleno barrio de San Telmo.
Una noche, tarde, cuando Pedro ya era adolescente, después de estudiar en la biblioteca, se tropezó con una mesa. La vela de su candelabro cayó y rodó hasta pasar debajo por una abertura de un mueble esquinero. Pedro se agachó a agarrarla antes de que incendiara todo y pudo ver que el mueble escondía una manija.
Fueron varios días después, también de noche, cuando Pedro se animó correr el mueble, levantar la manija y bajar. Encontró una sala de torturas con elementos antiquísimos y algunos libros reservados.
Despertaba en las madrugadas y se escabullía a esa sala secreta para aprender sobre las brujas. Mujeres dominadas por el Diablo que, debido a ser parte del sexo débil, no podían hacer frente a su poder y acababan por ser una invitación a la lujuria y la infidelidad para hombres buenos.
Una tarde, mientras Pedro miraba la vida pasar a Eloísa, que jugaba con un muchacho al cual, en teoría, había hechizado. Pedro la siguió hasta su casa. Cuando el sol bajó, y ella salió a la calle, Pedro la golpeó en la cabeza y la arrastró hasta el Convento.
Cuando despertó Pedro la interrogó. Él estaba seguro de que Eloísa se había quedado con el pene del muchacho y le preguntaba dónde lo tenía. Eloísa, atada a una tabla, lloraba y gritaba, pero el sonido no salía traspasaba las paredes ni el techo de la sala.
Pedro le rompió la ropa hasta descubrirle las tetas y vio una marca en la piel, una mancha de nacimiento. “Una marca del demonio”, sentenció él. Ella lo negó.
—¡Confiesa, bruja! —exigió Pedro, pero Eloísa no cedía—. Eso es exactamente lo que haría una bruja —resolvió Pedro.
Le dio la chance de una prueba más: le dio para leer la Biblia, pero Eloísa solamente lloraba. No sabía leer.
—Las brujas no pueden pronunciar la palabra santa. Las fuerzas del cielo han dado su veredicto. Saltarás del campanario con una escoba. Solamente así, creeré que no sos una bruja —le ordenó, sereno.
