Como ya se les habían terminado todas las posibles apuestas deportivas que les ofrecían las plataformas, Luciano y sus amigos del colegio habían organizado su propia competencia con apuesta de por medio: el que lograra debutar sexualmente primero se llevaba un pozo que, cada día que pasaba y se mantenía vacante, crecía en cien pesos por cabeza, totalizando media luca. Como ya llevaba ciento treinta y seis días así, había alcanzado el total de sesenta y ocho mil pesos.
Ignacio parecía tener la delantera. No tenía novia, pero era el único que se besaba con una chica hacía meses. Solo que ella, de quince años recién cumplidos, no tenía intenciones de debutar todavía.
En cuanto a los demás, hacían lo que podían: chamuyaban por redes, intentaban establecer algún diálogo fluido con las chicas que les gustaban.
A Luciano le gustaba Katia, pero no se animaba a decirlo, porque suponía que los demás se burlarían de él. Y, conociéndolos, tenía razón. Incluso a pesar de que él veía que ella, cada tanto, lo miraba de reojo. A veces, la enganchaba justo en el momento que dejaba de mirarlo.
Fue por eso que, un sábado a la noche, ya entrada la madrugada, de tanta lluvia que no tuvo ganas de salir, se quedó viendo redes y se topó con un video de ella. Reaccionó y, al minuto, le entró un mensaje de ella: “¿en qué andás?”
Demasiado directo para ser dos personas que, aunque compartían el curso, apenas se hablaban si tenían que hacer algún trabajo práctico juntos.
Después de veinte minutos de charla, se mudaron a WhatsApp, y los mensajes escritos se convirtieron en audios. De haber sido por Luciano, eso habría muerto ahí. Pero Katia tenía ganas de más: “¿querés venir a casa?”, preguntó.
Katia vivía a apenas diez cuadras, para que las caminara un pibe de dieciséis años no era nada. Pero incluso si hubieran sido cincuenta las habría caminado. Rápido y emocionado por su momento de gloria, se vistió lo más fachero que pudo.
Buscó en su caja grande de preservativos los dos o tres que imaginaba usar. Pero estaba vacía. No quedaba ni siquiera un envoltorio. Los había usado para hacerse la paja, como si el momento en que deveras fueran necesarios jamás fuera a llegar.
El único kiosco abierto estaba en la avenida, unas ocho cuadras para el otro lado, con la lluvia le resultaba una odisea. Y ni siquiera tenía plata para comprar, en realidad. Ya se había gastado la del mes y despertar a sus viejos a esa hora sería imposible.
Habiendo quemado todas sus posibilidades de protección y sin chances de conseguir nuevas, terminó por desistir de la invitación, y se entregó a una nueva paja, con la fantasía de lo que podía haber sido y no fue.
