504. Mensajero

29 de abril de 2025 | Abril 2025

Hicieron pasar al mensajero del pueblo después de dos horas, cuando el rey terminó la jornada de casting en busca de una nueva novia que se adaptara a las condiciones que él deseaba, mientras su hermana hacía comentarios denigrantes para las mujeres que se desnudaban ante ellos.

—¿Qué quiere? —preguntó el rey, mientras empezaba a comer una pata de pollo con las manos.

—Su majestad —saludó el mensajero con una reverencia—. Vengo a traerle las noticias del pueblo ahí afuera.

—Más vale que sean buenas.

—Sí. Hay buenas noticias… y también otras no tan buenas. ¿Cuál quisiera que informe primero?

—¡Un juego! —se alegró el rey—. Empezaría con las malas. Y que las buenas las superen. Quiero, digamos, un balance positivo. De lo contrario, terminará como su antecesor, apedreado —asintió.

—¡Excelente! Las malas noticias son que el pueblo rechazó las carnes que usted les envió. Quedaron pudriéndose al costado del mercado, entre moscas y cualquier cantidad de insectos y animales carroñeros.

—¿Despreciaron mi ofrenda? —se indignó el rey—. ¡Todas las ratas que les entregué! Con el tiempo que demoramos en cazarlas en el castillo.

—Sí. Dijeron que… que no es carne para comer —afirmó el mensajero, bajito.

—¿Que no es…? —dijo el rey con los dientes apretados y le revoleó la pata de pollo al mensajero.

—Yo les dije que era carne. Pero cuando me pidieron que la probara… es que no tenía hambre. Y creyeron que les daba la razón.

—¡La buena noticia! —gritó el rey, enojado.

—La… la buena es que algunos habitantes ya se están empezando a morir de hambre.

El rey achinó los ojos, pensativo, durante medio minuto. Luego, preguntó:

—¿Cómo es esa una buena noticia?

—Es evidente, su majestad, el público se renueva, y los que vengan pueden ser menos quejosos que los actuales.

—Pero me quedaría sin pueblo que me adore.

—Espero tome mi comentario como un consejo: yo no me preocuparía tanto por esos adoradores, que ya casi no quedan —dijo el mensajero con una mueca de insignificancia.

—Átenlo a un poste para que lo apedreen —ordenó el rey a un súbdito.

Dos guardias agarraron al mensajero de los brazos y se lo llevaron a la rastra, mientras gritaba:

—¡Piedad, su majestad! ¡Por favor! ¡Solo quise hacer buenas las malas noticias!

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