Maia entró en la pieza de su hijo Aurelio sin golpear la puerta —todavía no se acostumbraba a tratarlo como un adolescente—. Lo encontró frente a la computadora, jugando al Fortnite u otro juego, mientras, de reojo, miraba en el celular un partido de fútbol para el que había apostado.
—¡Aure! —gritó Maia, como para atravesar los gigantes auriculares que cubrían las orejas de su hijo.
Aurelio dio un golpe de vista veloz como para no dejar de mirar la pantalla del todo.
—¿Qué querés mamá? —contestó sin sacarse los auriculares.
—¡Papá tuvo un accidente en la cocina, tenemos que ayudarlo! —volvió a gritar—. ¡Rápido!
Maia salió corriendo de la habitación de su hijo y fue hasta la cocina, donde ella y Martín, su esposo, esperarían que apareciera Aurelio, preocupado por su padre, dispuesto a ayudarlo.
—Ya le dije —susurró Maia, emocionada, al lado de Martín, acostado en el suelo y cubierto con sangre falsa.
—¿Ahí viene? —preguntó Martín, buscando algún sonido en el pasillo.
—Creo que no —contestó Maia.
—¿Qué estaba haciendo?
—Boludeando con los jueguitos, como siempre.
Por las dudas, Maia empezó a sacar algodón, vendas y gasas, a ensuciar algunas y a ajustarle el torniquete que le había hecho con un cinturón a Martín en la pierna derecha, bañada de sangre falsa.
Pero el tiempo pasaba y Aurelio no aparecía. Escondido debajo de la mesa estaba el monitor que ellos le habían comprado como sorpresa para cuando le dijeran que era una broma.
—¿Qué le pasa a este pendejo de mierda? —se ofuscó Maia cuando habían pasado veinte minutos.
—Viste cómo es con los jueguitos… —contestó Martín—. Capaz que no se merece el regalo.
—Voy a llamarlo de nuevo de nuevo —sugirió Maia después, como para darle una segunda oportunidad.
—No, mi amor —la detuvo Martín—. Ya está. A esta altura yo estaría muerto. Él eligió hacer otra cosa. Ya tiene edad para decidir cómo ser y dónde estar.
—Bueno, ordenemos todo este quilombo.
