Yo siempre pensé que mi hermano Daniel, cuatro años mayor que yo, tenía algún tipo de retraso o algo así. Pero mi vieja —porque papá se fue hace bastante— nunca le dieron bola. Mi vieja decía que él es así, especial y nada más, y que había que aceptarlo, no andar buscando problemas en él.
Me acuerdo que hablaba con ella en secreto sobre Daniel. ¿Por qué se pasa el día entero mirando por la ventana a los pajaritos con la boca abierta? Porque ama la naturaleza. ¿Por qué se le cae la baba? Porque le gusta andar con la boca abierta.
Daniel no tenía amigos. Ni siquiera había llegado hasta segundo año del secundario. La gente del barrio le daba bola nomás. Y lo trataban bien, pero distinto a cualquiera.
Incluso recuerdo haberme peleado, de chica, con un nene de la cuadra que trataba mal a todos, grandes y chicos. Al que pasaba le insultaba o le pegaba. Pero a Daniel lo trataba bien. “Tratalo mal, estúpido”, me acuerdo que le grité y me fui enojada a casa.
La familia funcionaba bien así. Éramos mi vieja, hermano Daniel, mi hermano Lucas que es más chico que yo, y yo. Hasta que la echaron a mi vieja del laburo.
Ahí la cosa se empezó a complicar. Me acuerdo de verla una tarde, bajo la luz de la cocina, llorando bajito. La abracé y se largó con toda. No sé si era amargura, culpa, impotencia o una mezcla de todo.
Dos semanas después, yo salí del colegio y con mis amigas nos fuimos para el lado del centro, que en general no íbamos. Pasamos por la plaza de la estación del tren y, cuando lo vi a Daniel me quedé dura.
Repartía escarapelas, hechas por él —después vi los retazos de tela en su cama— a cambio de limosna. Pero lo hacía haciéndose pasar por retrasado, balbuceando y babeando.
Las chicas y yo íbamos camino hacia él. Era imposible no cruzárnoslo. Me tropecé a propósito, fingí dolor en el tobillo y convencí a las demás de quedarnos en la plaza tomando mates.
Cuando volví a mi casa, mientras Daniel se duchaba y mi vieja preparaba la cena, me acerqué para contarle lo que había visto:
—Ya lo sé, nena. ¿Quién te pensás que lo lleva hasta allá?
—Pero se hace el tonto —le dije—. Es una vergüenza. Yo me tuve que hacer la boluda.
—No le dan nada si no.
—¿No es más digno pedir un plan o un subsidio, algo?
Mi vieja dejó de cortar verdura y revoleó el cuchillo en la bacha. Se dio vuelta y con los ojos llenos de agua me dijo:
—Ya lo pedí. Es lo que nos está dando de comer y ya se terminó.
