Lua era una cachorra de león que ni siquiera se llamaba así cuando jugaba en la sabana con su madre y las demás cachorras de su manda. Caía la tarde entre las sombras de las acacias cuando sintió un pinchazo y un hormigueo. Un animal borroso que se acercó hasta ella, una bola blanca a modo de rostro y dos tiras laterales coloradas que bajaban desde su pelo hasta un poco más allá de sus orejas.
Después de eso, despertó en una jaula en la que apenas podía estirarse sin encorvarse, con un techo muy bajo, centímetros por encima de su cabeza, y un pote con agua que le quitaba parte de su mínimo espacio.
Vivía encerrada. Afuera de su jaula, un galpón con telas sueltas por ahí, aros, y ni una ventana. La luz del sol apenas pasaba por un tragaluz de chapa translúcida.
Un hombre entraba para hablarle y ofrecerle alimento. Ella, acorralada contra los barrotes, rugía débil. Cuando el señor se iba, comía la carne que le dejaba en la jaula. De noche, Lua maullaba, asustada.
Una semana más tarde, el hombre la acarició. Lua sintió algo parecido al placer. Se dejó acariciar un rato, aunque también intentó morderlo.
Al cabo de un tiempo, Lua ya reconocía su nombre, andaba suelta en el galpón, recibía carne por hacer tal o cual truco y recibía bofetadas por hacer cualquier otra cosa.
Incluso le costaba realizar algunos movimientos. El pinchazo que la había dormido había tocado alguna fibra sensible que volvía cada tanto. A veces, le tocaba aguantar el dolor. Era necesario para algunos trucos; la otra opción era la bofetada.
Soñaba, las noches de luna llena, con que estaba en la misma sabana donde compartía los días con su familia. Soñaba que corría y comía rico. Soñaba protección y su forma de conocer el amor.
La primera vez que estuvo rodeada por personas, se asustó. Se acurrucó contra una pared y adoptó una posición defensiva. Ante cualquier acercamiento que no fuera de su alimentador, rugía y amagaba un ataque.
Esa escena se repitió varios días y Lua acabó por acostumbrarse a tener humanos cerca. Empezó a hacer piruetas frente a ellos y el alimentador le daba la mejor de las carnes.
Cambiaron los escenarios y dejó de hacer sus trucos ante apenas algunos pocos espectadores para pasar a hacerlos ante gradas estruendosas, recargadas de niños y niñas que gritaban cuando la veían. El premio era aún mejor que antes.
Pero ese esplendor no persistió. Sin motivo aparente, aumentaron las bofetadas y bajó la calidad de la carne que recibía como premio.
Pasó un año y Lua empezó a sufrir el pinchazo fuerte durante un espectáculo. Fue el calor extremo del verano lo que le hizo marearse, sentirse una vez más como aquel día en que lo había sentido por primera vez; veía borroso y se acercó la misma bola blanca peluda frente a ella. Esta vez, menos adormecida, atacó.
