—Ahora sí, ya soy mejor, les vamos a romper el culo —había asegurado Vicente, de once años, a la mesa donde iban a jugar al truco. Su pareja era su hermano Luca y, de rivales, sus tíos Román y Emiliano, en el juego que ya era tradición pasado por generaciones en la familia Righetti esos domingos de cada mes en que se juntaban todos a comer desde el mediodía hasta la noche.
El tatarabuelo Dante, miembro de la primera camada de inmigrantes de la década del 70, había aprendido de chico, en los bares y fondas de la comunidad española del barrio de Monserrat. Salía del colegio y se iba directo a ver cómo en las mesas se jugaba al truco o al ajedrez.
De a poco aprendió, pero no solo las reglas; también las mañas. A hablar, a distraer, a golpear por debajo del cinturón si hace falta para no avivar al rival de alguna dormida.
Dante logró, por cansancio, que su familia y toda su descendencia dedicara, al menos, un rato de la semana o del mes a jugar al truco. Había algo de hacerse hombre en la familia determinado por la capacidad de ser jugador de truco. A las mujeres que jugaban bien se las respetaba, pero también se les permitía no jugar.
—Vámonos al mazo, que éste tiene el ancho —dijo Román.
—Sí, dos por uno —contestó Emiliano, y tiró las encima del mazo—. Ganamos los viejos dieciocho a doce.
—Reparto yo; esta mano es nuestra —anunció Luca, de trece, que tenía algo más de experiencia en el juego.
Desde afuera, la abuela Hilda chusmeaba el partido, sin ser advertida y el abuelo Lorenzo, mientras hablaba de otra cosa, seguía con el oído el marcador en cada mano.
—Envido —cantó Vicente.
—Envido —contestó Román.
—No tengo mucho, ¿vos tenés? —preguntó Vicente.
—Nada. Ya fue. No se quiere —resolvió Luca.
En la familia, el truco era el telón de fondo de uniones y peleas. Si el abuelo Lorenzo contaba que había perdido vínculo con un primo por un partido que terminó a las manos. Por eso él siempre había intentado que las generaciones siguientes se lo tomaran como nada más que un juego.
—Truco —cantó Luca.
—Ya hicieron primera, nos van a ganar —dijo Emiliano.
—Capaz que no —dijo Vicente con una sonrisa.
—Nene, te estás carteando el ancho hace siete manos. Te vemos que lo hacés, nos hacemos los boludos porque no hace falta decirlo para ganar las manos —le aclaró Román, tranquilo.
—Te decimos que sos malo porque lo sos. Aprendiste las mañas de tu viejo, pero no a jugar… Hace falta hablar, ser interesante. Te falta eso —le dijo Emiliano, y Vicente, después de masticar sus dientes, se levantó y abandonó la partida llorando.
El abuelo Lorenzo, desde la cabecera, negaba con la cabeza y una mueca de tristeza.
