473. Tan difícil

27 de marzo de 2025 | Marzo 2025

“Hay varias maneras de hacerse hombre”, decía mi viejo, siempre con el cigarro armado entre los dedos amarillos y una nube de humo gris oscuro alrededor de su cabeza. Una de esas, decía, era que te caguen a palos. Con recibir la primera golpiza alcanzaba. Después de eso, a la próxima, se probaba si uno era hombre o maricón.

Se murió cuando yo tenía doce años. De ahí en más, fuimos solo Diana —mi vieja— y yo. Ella trabajaba de lunes a sábados en un local de ropa. Ocho horas. De ahí sacaba su ropa colorida, que siempre le había gustado, quizás también porque la conseguía con descuento.

Y vivíamos, qué sé yo… Felices. Hasta que yo terminé el colegio, conseguí un trabajo en una pizzería y un sábado a la mañana, cuando estaba desayunando un Nesquik, ella se me acercó con el mate en mano y dijo:

—Buen día, mi amor —ella me decía así desde que se había muerto mi viejo—. Me parece que lo nuestro, así como venía, se terminó. Nos tenemos que separar —dijo mientras negaba con la cabeza.

—¿De qué? —le pregunté yo.

—De nosotros. Llegó la hora de que alcances tu libertad económica, hijo. Y yo la mía.

—Pero vos sos bastante libre —le sugerí yo con el bigote chocolatoso.

—Sí, no. En realidad, no. Mirá, ya te elegí un hotel en San Telmo. Vas a ir ahí, decí que vas de parte mía, ya tienen la habitación preparada. Desde ahí vas a elegir, con tu sueldo, lo que quieras hacer de tu vida.

Con Diana no había lugar para las vueltas. En cuanto se levantó de la silla supe que todo iba a suceder tal cual ella lo había dicho. Y me fui de casa nomás, apenas pasado el mediodía, con un bolso que tenía ropa y el único amuleto que me importaba: el anillo de oro de mi viejo.

Como para no gastar plata en transporte, preferí ir caminando. Desde mi casa eran unas treinta y pico cuadras hasta ahí. Apenas hice siete.

Cuando doblé en Anchoris, un muchacho de unos treinta y pocos años, vestido traje y sombrero tipo bombín, que estaba sentado en el escalón de mármol de una puerta antigua de madera, se levantó y me frenó.

—¿A dónde vas, pibe? —dijo con una sonrisa amable en la cara, y una mano en mi pecho. En la otra mano tenía un bastón.

—Eh… para allá —contesté yo, relajado, y señalé mi destino, creo que encogiendo los hombros; si no, no sé por qué cada vez que lo cuento hago ese gesto.

—No, pero justo acá hay libertad económica, así que… hay libertad económica, ¿viste? —dijo el muchacho y envolvió los labios en su boca.

—¡Qué bien! —festejé yo, y noté que la expresión del tipo ahora no era amable, sino de bronca, de odio, algo así, y me puse nervioso—. ¿Qué, pero…? ¿Pasa algo?

—Me tenés que dar todo, porque el dueño de la calle soy yo —dijo el tipo ya abalanzándose contra mí y me dio un bastonazo de revés cruzado que me hizo ver las estrellas. No sé de dónde salieron, pero un segundo más tarde eran cuatro tipos cagándome a patadas que se quedaron con mi bolso. Y me hice hombre.

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