Y un día volvieron. Emergieron de entre las sombras, el barro, los gusanos, la muerte. Con agujeros, quemaduras, desmembrados. Restos de personas resucitadas para la memoria, la verdad y la justicia. Con los ojos y el recuerdo cargados de todo lo que se pensaba quemado, enterrado, desaparecido para siempre.
Salieron del río, de las alcantarillas, de las fosas comunes. Desde Tierra del Fuego hasta Jujuy, de las montañas al mar. La mayoría, jóvenes, pero también niños, niñas, adolescentes, ancianos, ancianas.
Vinieron a contar la verdad oculta que solamente algunos saben hoy y prefieren morir con ella, amparados bajo la farsa de creerse salvadores de la patria o simples subordinados obedientes. Títeres.
Vinieron a decir dónde se descartaron los cuerpos, qué nombre y documento tenían antes de la dictadura, por qué centros clandestinos pasaron y quiénes se encargaron de atormentarles día y noche.
No buscaron venganza. No hacía falta presentarse ante sus torturadores ni entregadores a secuestrarles la paz para que todos supieran quién había hecho qué en nuestro país.
Solamente marcaron con sangre las puertas de las empresas que participaron activamente de la dictadura y los crímenes de lesa humanidad.
Luego, se congregaron en las ciudades más importantes de sus provincias, para marchar junto con el pueblo, en una lucha que lleva más de cincuenta años, por conquistar un país mejor. Y ninguno de sus detractores hijos de puta se animó a sumarlos para ver si el número llegaba a treinta mil.
