Todavía no había Argentina, y Buenos Aires era un pueblucho triste en el culo del mundo, de apenas algunas manzanas. Si, de hecho, el virreinato existía más por necesidad de lidiar con el contrabando que por interés político y económico. Bah, eso dicen, pero suena como algo posible. De cualquier manera, existía el poder en estas tierras. Y se ejercía igual que siempre.
Don Juan Álvaro de la Trinidad Calvo se acercó, una tarde, a la Plaza Mayor (llamada luego Plaza de la Victoria y hoy Plaza de Mayo), a la puerta donde el pregonero, desde una tarima, comunicaba las medidas del gobierno y, de paso, dialogaba con la plebe.
Esa tarde había particular mal olor por vacas muertas podridas en la Recova. Cuando el pregonero terminó de comunicar lo encomendado, abrió el juego a preguntas:
—Si vuesa merced lo permite —invocó Juan Álvaro—. Se esparce por las calles el rumor de la participación del Virrey en el asesinato de don Tomás de la Cruz y Acevedo y desposesión de su familia… —dejó la frase en el aire. Algunos se dieron vuelta para mirarlo.
—¿Desea hacer alguna pregunta o sacia su intención de divulgar patrañas? —contestó el pregonero.
—Según saben el día y la noche, al Virrey se lo ha visto cometer el acto en el momento. Por una situación similar se castigó a mi primo Agustín Manuel Vera, decapitado luego de una extensa, a mi parecer, tortura en el patíbulo —terminó la idea.
—¿Sugiere un castigo similar para su excelencia? —contestó el pregonero.
—¿Excelencia, mía? —Juan Álvaro se señaló el pecho—. No. Suya, quizás. En cuanto al castigo, no sugiero. Consulto.
—¿Alcanzan sus ojos a ver el patíbulo? —señaló el escenario de las ejecuciones ahí, al costado de la plaza.
Juan Álvaro se dio vuelta, volvió a la posición anterior, y asintió.
—¿Las palabras inscriptas en la guillotina?
—“Propiedad del Virrey Baltasar Nicolás de Vértiz y Cevallos”.
—Bien puede vuesa merced regresar a su tapera, y elegir mejor compañía, o le auguro una tarde larga con el verdugo —señaló el pregonero.
Juan Álvaro lo miró serio, callado, a los ojos. Le mantuvo la mirada casi un minuto. Se dio vuelta y volvió a su casa. “Tapera”, le había dicho el pregonero junto a la amenaza de tortura y ejecución.
Antes de enterar, como condición para volver a mirar a los ojos a su familia, se juró a sí mismo trabajar hasta el último día de su vida contra la corona y, llegado el día, dar muerte al pregonero.
