El día en la fábrica empezó igual que casi todos: algunas sonrisas y chistes, un último mate, el ruido de las máquinas que despertaba en el silencio hasta destruirlo. Los cuerpos empezaban a calentarse y transpirar bajo el sol que parecía estar adentro del galpón y no afuera. Una hora más y la voz del jefe empezó a sonar desde los varios parlantes:
—¡Pero muy buenos días! ¡Qué alegría me da estar acá con ustedes! Una vez más, hoy tocó martes, no te cases ni te embarques… pero qué lindo día que hace, no hay una nube en el cielo. Está despejadísimo. Y yo ya les dije, el calor es lo mejor para trabajar: no da pachorra.
Uno de los trabajadores levantó la mirada hacia la oficina del jefe, un cuadrado de vidrio negro arriba en la pared del galpón, sonrió y lo señaló a modo de darle la razón.
—Ah, viste, Jony. Es así, como digo yo. Acá Jony ya me dio la razón. Qué groso sos, Jony, ¡la puta madre! —gritó y muchos se rieron—. A ver, Jony, bailá un poquito, dale, así nos divertimos —sugirió.
Jony empezó a hacer un paso de baile rápido como brasilero: mucha pierna y cadera que acompañó con boca de pato y ojos apretados.
—Pará, Jony, pará que me vas a matar. ¿Después que le digo a mi mujer? Sos un genio… —sonó el parlante y todos se rieron, menos Emanuel—. ¿Qué pasa, Ema? ¿Querés bailar vos también?
Emanuel no dejó de mirar su máquina, solamente levantó una mano e hizo que no con el índice.
—Emanuel, subí, por favor —lo convocó el jefe desde el parlante.
Emanuel dejó su puesto, caminó entre sus compañeros hasta la puerta, entró al sector administrativo, subió la escalera y llegó a la oficina del jefe. El aire acondicionado más frío que jamás hubiera sentido lo envolvió y lo sacó de adentro del sol.
—Emanuel, yo ya te lo dije esto —dijo el jefe. Hablaba rápido, atropellado—. Acá somos todos ídolos y fanáticos entre nosotros.
Emanuel bajó la mirada.
—Vos sabés lo que yo siento por ustedes, me parece increíble todo lo que hacen. Me fascina. De verdad, me fascina —el jefe se llevó una mano al pecho—. Pero necesito que de su lado vuelva ese… porque, si no, ya sabés. Te vas, Emanuel.
Emanuel asintió, serio.
—No te pido que bailes, pero contestame bien, con respeto y sonrisa. Ahora, andá, dale. Sos un crack.
Emanuel no lo supo, pero el resto del día lo pasó en la mira del fusil que el jefe tenía en su despacho, mientras la voz del parlante contaba chistes.
