John se había mudado hacía unos tres años a la Argentina. Había conocido a Lorena, su novia argentina, hacía unos cinco o seis años, en una oficina en la que habían compartido trabajo allá en Estados Unidos, habían sido padres de Julián o Julian, según el suelo que pisara, un año más tarde.
Como él todavía no entendía bien el castellano, solía aprenderlo mirando el noticiero, un consumo que no le interesaba en su país, pero, en la Argentina, le resultaba algo trascendental. Como un mapa en un terreno desconocido.
—Básicamente dije “hay que ponerlo acá. Y de púas”. Eran doscientos metros. Y lo mandamos a poner y anduvo. Y puse mi granito de arena para salvar a la patria —explicaba un hombre desde la pantalla.
La nota buscaba enaltecer la medida tomada por el gobierno nacional junto con el provincial, mediante la cual la frontera norte del país dejó de ser un colador por el cual pasaban drogas.
El hombre que entrevistaban era el mismo ingeniero que había trazado la línea del alambrado. John intentaba entender, mientras cortaba queso y ponía a freír unas tiras de panceta, si esos doscientos metros eran lo único que había resuelto el problema.
Con el cuchillo levantado en el aire y la mirada clavada en la pantalla (solía hacerlo para repetir las palabras que aprendía), sintió que Julián, de cuatro años recién cumplidos, le tironeaba de la remera.
—Mirá, daddy, hice como vos —y le mostró una pila de discos de plastilina de distintos colores.
—¡Oh, Julian! ¿Qué tenés ahí? —le sonaba algo forzado el argentino.
—Unas búrguer.
—A ver… ¡una cheeseburguer, como las que hace papá! —lo felicitó John con una sonrisa mientras miraba las distintas capas de plastilina apiladas de manera despareja.
—Tiene bacon también —agregó Julián, contento por la aprobación.
—Sigue así, Julian —dijo John y se agachó hasta quedar cara a cara con el niño—. Creo que alguien ganó un postre de chocolate esta noche —lo premió.
—¡Yey! —festejó Julián.
