La temporada en Bariloche se había hecho esperar ese verano entre tanta malaria. Habían aguantado con la soga al cuello tanto las cerveceras como los hoteles, los bares, los vendedores de excursiones y, con la soga un poco más apretada, los que esperaban conseguir un trabajo apenas por un par de meses y los que abrían algún que otro auto o manoteaban silenciosamente una billetera.
Entre estos últimos estaba Cacha, de veinticinco años, que se había ido a vivir a Bariloche después de su primer viaje de mochilero a los dieciocho años. Pensaba que con la armónica que tocaba hacía pocos meses podía bancarse, que con una temporada tocando en la calle Mitre podían pagarle lo suficiente para casi el año entero.
La ilusión duró poco y la mala junta apareció con la necesidad. En cuestión de meses estaba ganándose la vida con venta de droga y algunos robos, en general, sin arma.
Tras caer detenido la primera vez conoció a Luis Galizzi, el abogado que le dijo que trabajaba igual que la droga cuando empezó: la primera te la regalo, la segunda te la vendo. Al Cacha le pareció bien. Un tipo entrador. Lo defendió bien y a la semana estaba afuera.
Ahora, con la nueva temporada, varias detenciones después, y con ganas de hacer una buena diferencia para retirarse o ponerse a hacer alguna otra cosa que seguro no iba a ser volver a la armónica (le quedaba una, que juntaba polvo y nostalgia en un cajón), Cacha empezó a abrir autos alquilados por turistas: se notaba por el nombre de la empresa en el baúl.
Desde diciembre venía juntando buenos premios. Pero esa tarde no se avivó de tener encima una cámara. La policía llegó más rápido que nunca y otra vez adentro. La prueba fílmica lo arruinaba de cara al juicio, y los antecedentes lo condenaban.
Sin embargo, Galizzi tenía un poder de tergiversar la realidad imbatible: el cliente se habría confundido de auto, pensaba que era el suyo y, como no abría con la llave, rompió el baúl y luego la ventana. Lo que sustrajo se parecía demasiado a sus pertenencias.
El tribunal no compraba el relato. Ni siquiera había probado que el cliente tuviera auto propio de igual color. Galizzi estiró sus palabras hasta solicitar un cuarto intermedio. Con una pequeña coima, logró entrar al baño que usaba el presidente del tribunal, justo en el momento en que éste orinaba.
Ahí hizo su oferta: Cacha se comprometía a no caer detenido de nuevo y conseguir mil dólares en cuestión de dos meses para darle a su señoría. El juez se secó el pito con un papel. “Dos mil si quiere absolución; mil quinientos si quiere una suspensión de juicio” fue la sentencia.
