Fernando era un joven ingeniero civil de treinta y cuatro años, empleado de una empresa constructora de obras importantes en la que tenía un puesto de bajo rango. Tan bajo como para cobrar la mayor parte de su salario en una supuesta experiencia, y otro tanto en pesos, casi simbólico, con lo que complementaba el salario de su novia Tamara. Juntos tenían una hija de cinco años, Mirna, que, como toda criatura, se quejaba de casi todas las comidas que sus padres le servían.
De ahí que Fernando, con todo su ingenio y amor para con Mirna, empezó a aplicar sus conocimientos para convencer a su hija de comer esos alimentos, más sanos que los que ella prefería.
En poco tiempo, desarrolló una torre feliz de pollo y puré de calabaza, un túnel de apios relleno de legumbres, un puente colgante de polenta con pollo y una ruta de arroz con verduras salteadas.
Tamara, feliz por la victoria alimenticia que había logrado Fernando, empezó a filmar las reacciones de Mirna y subirlas a las redes sociales. Fue cuestión de semanas que se volviera viral y furor total.
De pronto, miles de personas intentaban replicar sus extraños modelos. Algunos lo lograban sin tanto detalle, otros, se quejaban de que había ingredientes secretos que no se revelaban para que nadie pudiera imitar las recetas.
La fama de Fernando creció al punto de conseguirle un trabajo en un restaurante muy reconocido en el mundo gastronómico por un salario muy superior al que le pagaban en la empresa constructora. Una oferta imposible de rechazar.
Tres días más tarde, iniciaba su trabajo como cocinero. Los cuatro platos que él sabía salían perfectos, a los que agregó un yenga de polenta frita y aros de milanesa con un puente de papas fritas.
El éxito duró un mes. Luego de eso, su jefe empezó a exigir que todos los platos que anteriormente ofrecía el menú tuvieran alguna variación de la ingeniería, como habían acordado de palabra en un primer momento.
Fernando no tuvo más remedio que empezar a incorporar materiales de construcción, alambres o maderas, todos a pequeña escala y a escondidas de su jefe.
Los nuevos platos como ñoquis de papa y brea en salsa de ripio, la picada Eiffel sobre una torre de metales y ganchos, el Obelisco de ricota y cemento no cumplían las expectativas de los clientes.
Los dientes de los comensales comenzaron a partirse, al mismo tiempo que sangraban sus lenguas y paladares. Algunos, incluso, terminaron internados para retirarles de los intestinos elementos que el cuerpo no digería y obstruían su digestión.
Así fue como Fernando terminó despedido, sin trabajo y lamentando no haberse dedicado a lo suyo. Mirna, por su parte, extrañó esos platos divertidos que su padre jamás repitió.
