Galperman entró a la oficina con el antifaz subido sobre la frente como si fueran anteojos de sol y con una actitud de triunfo desmedida.
—Otro día más… a veces me canso de ganarte. Quizás deberías dedicarte a otra cosa, algo en lo que te vaya mejor —dijo antes de abrirse una lata de cerveza, echarse contra el respaldo de la silla y estirar las piernas hasta quedar con los pies sobre la mesa.
Stado, mientras tanto, revisaba papeles llenos de números y garabatos con una mano ocupada en la birome y la otra en sostener su cabeza. Por su cara larga era evidente que las cuentas no cerraban.
—O a lo mejor puedo dejar de ayudarte a vos —contestó Stado sin levantar la mirada.
—No, pará, ¿qué decís? ¿Sos loco vos? —Galperman perdió su pose relajada y se inclinó hacia su némesis.
—No me hagas una escena, por favor, que ya suficiente cagada te mandaste en lo del panadero.
—¿Ricardo? Pero si… pobre tipo, ¿no te da pena? Le estabas haciendo mierda todo el bolichito ese que le deja dos mangos.
—Si no cobro no puedo mantener nada de las cosas como son —recién ahí lo miró y apretó los dientes con enojo—, y tu negocio va a tener que pactar las condiciones de trabajo sin mi ayuda. Se te organizan un poco y cagaste.
—Para eso dejo de pagarte lo que te doy todos los meses.
—Es nada comparado con lo que tenés y ganás. Toda la que vos hiciste me la debés en buena medida a mí que te ayudé, te protregí contra los extranjeros, te hice terribles descuentos y te puse condiciones favorables —enumeró con los dedos—. Antes las cosas no eran así, era todo tranquilo, los míos cobraban y se quedaban todo. No había que hacerle descuentos a nadie… a lo sumo a los de sotana pero nada más. Por culpa de los franceses y los «héroes» como vos yo parezco villano, pero sin mí no durás nada.
—Bueno, pará. Pará… —se levantó y caminó unos pasos con los brazos cruzados—. Hagamos así, si te parece, a partir de ahora te dejo actuar tranquilo, vos hacés tu show confiscatorio y yo llego cuando ya te fuiste, ¿te parece?
—¿Puedo confiar o me estás queriendo cagar de nuevo?
—Por favor, Stado… somos gente grande, macho. Te pido nomás que no vuelvas a hacer la que me hiciste frente a Ricardo.
—¿Qué cosa?
—No digas que yo te necesito y eso, porque me hundís, viejo, me hundís.
—Vos fumá, que si vos me dejás comer los pescaditos yo al tiburón no lo jodo.
Y se compartieron unas birras en la oficina para cerrar la noche entre risas.
