Julia miraba una serie en la enorme televisión del living del departamento de Boedo mientras tomaba mates ese sábado a la tarde. Era el único momento en que se relajaba del todo sin estar cansada por haber trabajado. Ni siquiera los domingos eran tan tranquilos para ella. Justo en ese momento, apareció su hijo, Santiago, de dieciséis años.
—Ma —se anunció desde la puerta, se había cambiado ese pijama de entrecasa que gastaba a más no poder—. Me voy a ir a lo de… No, nada —terminó la frase y desapareció por la puerta.
Santiago volvió a su computadora, donde jugaba conectado online con sus amigos. Julia pudo escuchar desde el living que la música urbana que estaba sonaba hasta ese momento se detuvo.
Un rato más tarde, Santiago volvió a aparecer por la puerta del living, ahora vestido como para jugar al fútbol:
—Ma, me voy acá a la vuelta, a la cortada, a ver si están para jugar… No, ya fue.
—Bueno, Santi… —empezó a contestar Julia, pero Santiago ya se había ido.
Volvió a arrancar la música. Pero ahora no sonaba ese género urbano, sino un enganchado de lo mejor de rocanrol nacional: Redonditos, Viejas Locas, La Renga, Callejeros, Los Piojos.
Julia escuchaba que intentaba cantar algunas canciones que conocía, pero le pifiaba a las letras.
Pasaron otros buenos minutos, y Santiago apareció otra vez por la puerta:
—Ma, capaz que me voy a tomar una cerveza ahora…
—¿Antes te ibas a la casa de no sé quién, después a jugar a la pelota y ahora a tomar una cerveza? —le preguntó Julia—. Cómo cambiás de plan, nene, eh. Estás medio perdido, ¿no?
—Y es que yo tengo ganas, pero… qué sé yo, nadie más —lamentó Santiago.
—Te tocó una ciudad más aburrida que cuando yo tenía tu edad, hijo —aceptó Julia—. Pero hinchale las bolas a alguno para que te haga la segunda, ¿no?
—Bueno, intento —contestó Santiago después de una mueca de resignación y volvió a su habitación.
