Cristian era encargado de seguridad e higiene de la fábrica. Tenía apenas veinte años, apenas pasados un par desde que había terminado de cursar el secundario en una escuela técnica. Para él, era un trabajo cualquiera. Sus deseos se desataban cuando salía de la fábrica y podía dedicarse el resto del día a tocar y escuchar música o tomar birras con sus amigos en la esquina de su casa.
Aunque le gustara la joda, no descuidaba sus tareas y se las tomaba en serio: recorría la fábrica y revisaba que todo estuviera en condiciones. Algunas cosas se le escapaban, como revisar los calzados o las capacidades de los depósitos. Pero otras, más evidentes, como el estado de los matafuegos, no.
Insistía con que los matafuegos estaban vacíos y que era hora de renovar sus cargas después de años. La respuesta variaba entre “bueno, cuando haya plata lo hacemos” y “no rompas las pelotas, Cristian”.
Por eso él se permitía joder con sus compañeros y gritar que se estaba incendiando la fábrica, que todos estaban por morir a causa del fuego imbatible que se tragaba todo a su paso y sin ninguna oposición que lo contuviera.
Hasta que, un día, la fábrica se incendió. “Esta vez se incendia de verdad, es en serio, se prende fuego” anunció Cristian, que no logró salir ileso. El ochenta por ciento de su cuerpo sufrió quemaduras de segundo grado.
A partir de ahí, porque sentía algo de culpa tras haber garantizado la seguridad de los empleados, porque su madre temía por su salud en ese trabajo y también como para dedicarse a la banda con la que estaban por grabar un demo, abandonó su puesto en la fábrica.
Los dueños, entonces, contrataron en su lugar a Patricio, un bravucón al que sin dudas le faltaban luces pero, quizás por eso, era bueno para seguir órdenes.
En la fábrica, en lugar de dedicarse a controlar que las cosas estuvieran en orden y evitar posibles riesgos para los trabajadores, perdía su tiempo controlándoles que no entraran drogas (fanático de los noticieros, había visto un informe que advertía sobre el aumento del consumo en jóvenes), que no se llevaran herramientas entre sus pertenencias y que no robaran minutos de descanso.
Tanto le gustaba a Patricio excederse con los empleados de la fábrica que terminaron ellos mismos provocando las condiciones necesarias para que, gracias a que él no controlaba nada, un desperfecto provocara una chispa, la cual caería sobre ese exacto lugar donde los jefes obligaban a depositar mercadería, aunque no correspondería según los estándares de seguridad e higiene.
De un momento a otro, fuego. “Esta vez es en serio”, se acordaban los trabajadores de Cristian con una sonrisa, mientras, desde la vereda de enfrente, veían arder la fábrica, con Patricio adentro.
