Leo estaba excedido en peso, granos, pus y horas de redes sociales y computadora. Tanto que a prefería, al salir del colegio, ir sin escalas a su casa para volcarse a su mundo virtual antes que quedarse en la plaza con sus compañeros, compartiendo unos cigarrillos, a veces cervezas y también algunas risas con las chicas.
A pesar de que tampoco participaba de los partidos de fútbol ni de las jodas los viernes y sábados, los compañeros le tenían cariño porque era buen pibe y se llevaban divertían con él. Pero a veces no entendían si sus comentarios eran chistes o si creía sus propias mentiras.
—Anoche me cogí una negra hermosa, con un culo redondito perfecto y unas tetitas de chocolate que me muero. Hasta le di por todos lados…
—Dale, gordo, no jodás. Te miraste una porno y te hiciste la paja, nomás.
—No, boludo, en serio.
—¿Y no le jodió tu papada? Dale, Leo, si no salís de tu casa.
Su reacción posterior variaba entre sostener la mentira hasta que lo ignoraran, alejarse sin decir nada, o reírse con cara pícara y reconocer que no era «tan así».
También tenía anécdotas en las que jugaba al fútbol con jugadores profesionales y hasta encuentros con personalidades fallecidas y discusiones de sobremesa con organizaciones enteras.
Hasta que un día, cansado de no alcanzar el reconocimiento que esperaba de sus compañeros, fue al colegio con una prueba: tenía una discusión en la red social Twitter con el gobernador.
—Dejá de chamuyar, Leo, ¿te pensás que el gobernador no tiene asuntos más importantes que discutir con un pendejo?
—Lo tengo todo acá —sonrió arrogante levantando el celular.
Y todo fue carcajadas en alrededor de su decepción cuando advirtieron que la discusión se daba entre él y una cuenta falsa, pero él no se había enterado.
—Lo dicho en esa cuenta son tonterías que podía haber dicho el real… —dijo como para consolarse.
